jueves, 1 de noviembre de 2007

PRIMERA LECCION

El profesor preguntó quién tenía perro en casa, más de la mitad del salón levantó la mano. Bien, dijo con una mueca torcida, una especie de sonrisa fallida, el labio inferior se ensanchó extendiéndose hacia delante, alcancé a mirar la punta de su lengua, pálida como una rebanada de pavo, imaginé esas patas enormes que cuelgan en las carnicerías, justo encima de la vitrina que finge ser un refrigerador, sentí nauseas. Esa pregunta nos dice mucho del individuo, prosiguió, si tiene perro es una buena persona, si no, no lo es. La clase rió. Yo no.

Veinte años atrás estoy sentada en el comedor de la casa de campo de mis papás. Mi plato es un abanico de colores, huevo revuelto en salsa roja, queso panela asado, un trozo de la parte más quemada, nopales con rajas, betabel en cuadros pequeños, dos rebanas de aguacate y frijoles negros refritos. A mi lado está Naomi, una amiga del colegio, no recuerdo haberla invitado, pero si se halla sentada a mi lado es probable que mi memoria se equivoque. Mamá devora el desayuno, mastica apresurada los grandes bocados como si quisiera alcanzar la meta lo antes posible: saciar el hambre; papá lo hace más despacio, toma una tortilla, corta un pedazo, lo acomoda entre los dedos y pesca una pizca del mosaico, se lo mete a la boca; el tenedor permanece limpio hasta el final. Naomi sigue a mi lado, pero no la miro, no le pregunto si le ha gustado, si le parecen picosos los nopales con rajas, si quiere que mamá le sirva más huevo. Termino mi desayuno, en mi plato queda jugo violeta, huellas del betabel. Llevo mi plato a la cocina y aviso a mamá que iré a jugar al jardín. Salgo corriendo. A mitad del camino me detengo para mirar atrás, veo a Naomi sentada en la mesa de la terraza. Por un instante presiento que he actuado mal, que debí haberla invitado a jugar, es mi amiga. Pero el instante se esfuma y sigo adelante, la abandono, me pierdo. No miro más atrás, corro con los brazos extendidos hasta la cancha de fútbol, me siento libre, poderosa.

Olvidé levantar la mano. Me encontraba distraída detectando minúsculas imperfecciones en la figura del profesor: su aliento caldoso como un consomé de pollo; los excesos de grasa acumulados en la nariz que sumados a la luz artificial del salón le otorgaban un brillo asqueroso; un extraño parpadeo, arrítmico, el de la izquierda caía una milésima de segundo antes que el párpado derecho, una diferencia mínima, casi imperceptible, pero desde la primera fila resultaba imposible no notarlo. Y después de una hora, me palpitaba la frente, un dolor de cabeza se avecinaba mas no podía dejar de observarlo, se había vuelto una obsesión. Izquierdo, derecho, izquierdo, derecho. Intenté zafarme, mirar más abajo, me topé con la punta de su lengua y se atravesó la imagen de la carnicería. No levanté la mano, todos en clase creen que no tengo perro y que por ende, según los criterios establecidos, no soy buena persona.

Diez años atrás estoy caminando de la mano de Aldo, el cielo está gris, dentro de poco comenzará a llover, traigo pantalones de mezclilla ajustados y una camisa de botones blanca, la tengo por fuera, arrugada, miro las rayas de la acera, trato de no tocarlas, de vez en cuando me veo forzada a saltar. Nos detenemos en el semáforo, Aldo me sujeta la nuca, acerca sus labios a los míos, apenas los roza cuando yo lo empujo hacia atrás. Hueles feo, le recrimino. Saca un chicle de menta de la bolsa trasera de su pantalón, lo mastica exagerando los movimientos sin despegar su mirada de la mía, vuelve a acercarse, besa mis labios y los obliga a despegarse, yo me resisto, lo intenta una vez más y obtiene el mismo resultado. ¿Qué te sucede?, pregunta alterado. Miro sus pupilas opacas, los hoyuelos acumulados en la barba, la masa de piel aguada que sobresale a la altura de la cintura, le aprieta el pantalón, no puede ocultarlo. Es gracioso, pero también podría no serlo. Le digo que está gordo y noto cómo se enfurece. Me invade un extraño placer. Cobro más fuerza, le digo que me da asco, todo tú me das asco, le digo casi gritando. La gente que pasa a mi lado me mira y sin embargo no parece importarme. Aldo retuerce los labios, los ojos se le han humedecido y su piel se ha pintado de marrón, parece un piel roja. Yo no paro, soy una máquina de ofensas, una tras otra, obeso, sucio, pestilente, el corazón me palpita cada vez con mayor intensidad, me falta el aliento, me detengo. Aldo se aleja, balbucea algo pero no alcanzo a escucharlo, mi respiración hace ruido, mucho ruido. Me quedo parada en la esquina, a un lado del semáforo. Exhausta. Siento cómo la lluvia comienza a caer. Y aún así logro sonreír.

El aroma a consomé caldeado continua, me cuesta trabajo mantener el cuerpo de frente, lo encojo hacia un lado, no me importa mirar un pizarrón chueco. Igual no hay nada escrito en él. El profesor no se ha movido de su asiento, tampoco ha hecho otra pregunta, el eco de la primera aún retumba en mis oídos como campanadas de una iglesia.

Un año atrás escucho llorar a Daniel, son las tres de la mañana, apenas puedo levantarme, apoyo la espalda en el respaldo de la cama, las piernas se niegan a pisar suelo, bostezo, mis ojos se clavan en la pared blanca de enfrente que de noche se pinta de negro, es un misterio, imagino a Daniel haciéndolo con sus manos sucias, agarrando el carbón, manchando la pared, sus mejillas, el pantalón, la cocina, la casa es negra, toda negra. Muerdo mi labio, presiento que el llanto ha disminuido de tono, se me ocurre que si dejo pasar diez minutos más podría desaparecer por completo, recuesto nuevamente la cabeza sobre la almohada y comienzo a contar los segundos, uno, tres, veinte, cincuenta, pierdo la cuenta y vuelvo al inicio, uno, dos, tres, cuatro, cierro los ojos. Me tapo la cabeza con la almohada y dejo de contar.

Pienso que no volveré a sentarme en primera fila, las cosas aparentan ser más grandes. Las preguntas no se deslizan, poseen una intensidad especial, evocan recuerdos. Miro a mi alrededor. Mis compañeros me observan, no sé cómo pero se han dado cuenta. Saben del mosaico de colores y la camisa arrugada, saben de los ojos húmedos de Naomi y las gotas de lluvia deslizándose sobre las mejillas moradas de Aldo; saben que sólo sé contar hasta cincuenta. Y hay más, saben algo que desconozco, sospecho que si clavo la mirada en sus pupilas podría descubrirlo, no, debo hurgar más adentro, rasgar con mis dedos sus córneas, eso es. No puedo hacerlo, un hueco en el estómago me obliga a retraerme y vuelvo a cerrar los ojos.

Dos días atrás…

sábado, 23 de junio de 2007

Paciente

Sala de espera del dentista. Cierro los ojos. Parados detrás de la puerta, su espalda recargada en ella, yo de frente a él, deja olerte, susurra, levanta mi brazo y arrastra su nariz por él hasta detenerse en la axila, me pasa lo que a ti, el fin de semana me encuentro bien, pero te veo y me vuelvo loco…
Señora Fernández. Abro los ojos. Puede pasar.
No soy Sra. Fernández. Cierro los ojos. De nuevo detrás de la puerta, yo de frente a él, deja olerte, susurra, levanta mi brazo y arrastra su nariz que se detiene en la axila, me pasa lo que a ti, el fin de semana me encuentro bien, pero te veo y me vuelvo loco, ven, acércate más, esos labios tuyos me matan, quiero hacerte el amor…
Señora Martínez. Abro los ojos. Pase por favor.
No soy Sra. Martínez. Cierro los ojos. Puerta, deja olerte, mi axila, me vuelvo loco, ven, esos labios, quiero hacerte el amor, ¿vamos enfrente?, al hotel, te deseo, no aguanto más, bésame, sí, quítate la playera, la puerta está con llave, ¿te da vergüenza?, tus senos son hermosos, deja sentirlos…
Señora González. Abro los ojos. Adelante.
No soy Sra. González. Cierro ojos. Puerta, deja oler, axila, labios, hacerte el amor, hotel, no, bésame, quítatela, tus senos son hermosos, deja sentirlos, mira cómo me tienes, siente, dame tu mano, ven, acerca tu oído, te quiero decir algo, en el oído, sí, te amo, preciosa, te amo…
Señora Beltrán. Aprieto los dientes. No abro los ojos. Señora Beltrán. Me vale. Que se espere. No abro los ojos. Señora Beltrán ¡Qué insistencia! Ahora no. Señora Beltrán. Me rindo. Desenredo mis piernas, finjo un bostezo y abro los ojos. Disculpe Señora Beltrán, el doctor está un poco atrasado, se ha presentado una emergencia y no sabe cuánto tiempo más tardará, ¿Le gustaría regresar la próxima semana o continúa esperando…?
Cierro ojos. Mis labios se estiran involuntariamente. No puedo verlos pero podría jurar que se trata de una sonrisa.

martes, 12 de junio de 2007

Pachanga cerebral

Oigo voces en la cabeza. El terapeuta de Miguel piensa que podrían ser indicios de esquizofrenia, es un estúpido. Es sólo una forma metafórica de decir que estoy hecha bolas. Me subo al coche, Miguel habla por el celular, espera a que cierre la puerta y acelera. Una voz me dice que me apresure, ya falta poco para la fiesta de quince de Mariela, dos años y once meses. ¿Poco? Interrumpe otra voz más gruesa ¿No te parece que exageras? No entiendes, no se trata de la preparación, me preocupa la sonrisa con la que debo recibir a los invitados, no aparece. Te complicas demasiado. ¿Llamaste a mamá para felicitarla? No, Miguel, lo olvidé, mañana lo hago. Cambia de estación, encuentra una de Pink Floyd y le sube al volumen. Has desayunado como cerda, dice una voz chillona, prometiste hacer dieta, cuidarte de los postres, comer cuatro carbohidratos al día; son las nueve y ya llevas tres, las matemáticas no se te dan ¿cierto? No la escuches, interviene una tenue, te ves bien, el peso es lo de menos, ya tendrás tiempo para ocuparte de eso, ahora concéntrate en ti, en Miguel y en ti, en Mariela y en ti, en Beny y en ti, en regresarle a Jimena los vestidos de noche que te prestó, ya llevan más de tres meses colgados en el clóset, o quizá en acomodar esas fotos en el álbum, haz las cuentas, ya son casi dos años de imágenes arrumbadas en el cajón. Pon orden. ¿Y la vacuna de Beny? Llevas un año de retraso ¿Cuánto más piensas arriesgar? ¿Me vas a acompañar a Veracruz? Todavía no sé, Miguel. Pues decide ya, es muy simple ¿quiéres venir conmigo o no? Toma una decisión por una vez en tu vida. Miguel habla y yo pienso en la clase de natación del miércoles, no la podré tomar, es el bautizo de Germán, debo llamarle al profesor a cancelar, ¿dónde apunté su teléfono? Jimena seguro lo tiene, pero…¿y si me pregunta por los vestidos? Dejaré plantado al profesor. Miguel me mira, presiento que espera una respuesta de mi parte, no oí la pregunta, me mira y no tengo idea de qué decir. Me mira, temo pedirle que me repita la pregunta. En su lugar levanto mis hombros y alcanzo a susurrar un no sé. Miguel se pasa la lengua por los labios y acelera. Alcanzo a percibir que mi respuesta no fue de su agrado. Llegamos al colegio, entrega las llaves del auto al cuidador y camina hacia el salón de maestros, nos invitan a pasar a un cubículo de cristal. En la mesa hay dos platos de cerámica, uno contiene pasitas de chocolate, el otro cacahuates japoneses. Mi mano se detiene a un lado de las pasitas. No agarres, dice la voz chillona de antes. No le hagas caso, responde la tenue, pero los cacahuates se ven más suculentos, si ya vas a engordar hazlo por algo que valga la pena. Pasitas. Cacahuates. Pasitas. Cacahuates. Regreso la mano vacía y la dejo sobre el muslo. Miguel coge un puño de cacahuates y se los mete de golpe a la boca. Me mira. No descifro la intención de sus ojos, pero la imagino. Miro a la maestra que ha comenzado a hablar. Mariela es respetuosa, conoce las reglas del salón y las acata, posee buenas amistades, en matemáticas tiene problemas con la raíz cuadrada pero se muestra dispuesta a mejorar, en deportes hubo un incidente… Mañana es el concierto de Keane, invité a Susana, quedamos de vernos antes para tomar algo, una copa de vino, no, mejor un tequila, suena bien. Y al final Mariela pidió disculpas. Miguel coge otro puño de cacahuates y se los mete de golpe a la boca. Su ortografía es excelente, se ve que tiene una escritora en casa. Me mira como si fuésemos cómplices, como si estuviera dentro de mi cabeza, como si fuera testigo de las horas que paso frente a la computadora, me fijo en ella, advierto que mueve la cabeza en cámara lenta de arriba hacia abajo, sonríe, me da la impresión de que es una marioneta, alguien la maneja por detrás, estoy segura, me paro, camino y me asomo hacia atrás de su espalda. No encuentro a nadie. Miguel me mira con desconcierto. La maestra también. No digo nada. Regreso a mi silla y miro las pasitas. En diez años ya no serás bonita, habla una voz rasposa, tendrás más canas, una panza con celulitis, te enfermarás, artritis, alzheimer, un accidente, silla de ruedas, quedarás ciega, manca, atrofiada. Mariela obtuvo la mejor puntuación en el certamen de conocimientos generales, respondió a todas las preguntas con una soltura impresionante, no le temblaba la voz, es una niña muy segura de sí misma, se nota que tiene una linda familia en casa. PUUUUUUUM. Explota una bomba de esas llenas de dinamita en forma de pelota negra, imagino que me golpea el estómago, me tuerce el cuerpo hacia delante y vuelo por los aires hasta desaparecer. Tengo la boca seca, trago la poca saliva que encuentro y siento agruras. No tomé el azantac. Creo que eché un paquete de tums a mi bolsa. Meto la mano, escarbo, una cartera, un estuche de pinturas, una agenda electrónica, un papel doblado en cuatro, una llave suelta, una envoltura de chocolate, un lápiz sin punta, encuentro los tums, cojo dos y los mastico. Hago ruido a propósito con la boca y Miguel me mira. En la noche es la cena en casa de Daniel. No quiero ir. No quiero poner buena cara. La maestra se acerca a mi oído, me pregunta sobre la frecuencia de nuestras relaciones sexuales, las posiciones que utilizamos, quién es el encargado de tomar la iniciativa, quién el que termina primero. Deja de fantasear. A nadie le interesan tus cuestionamientos, la vida es más simple de lo que crees. No es verdad, es tan pesada como un trozo de acero, despierta, camina, duerme, respira, eso es, respira, si te ahoga su mirada no lo mires, cierra los ojos. No te atrevas a hacerlo, creerán que no te interesa la evaluación de tu hija, mantenlos abiertos, haz un esfuerzo por una vez en tu vida. Levántate de la silla y lárgate de ahí. Demuéstrales quién eres en realidad, no puedes ni seguir el hilo de sus palabras, no te hagas la imbécil, no te interesa la evaluación de Mariela, no te interesa nada, no seas cobarde y acéptalo. Tranquila, no seas tan drástica, ya falta poco, aguanta unos minutos más, después podrás encerrarte en tu coche con las ventanas cerradas, el aire acondicionado a todo y el disco que acabas de grabar. Esto es demasiado, la maestra habla como si fuese una experta en tu hogar, parece haber recibido el título de Licenciada en estudios de la Familia Alcántara, que se vaya al carajo, ella y la maldita escuela, al carajo con todo, levántate de la silla ¡Hazlo!
Nos subimos al auto, Miguel arranca el motor. Entonces… ¿Me acompañas a Veracruz? Me cubro los oídos con las manos. No escucho voces, sólo la mía. Levanto los hombros y respondo: No sé.

martes, 22 de mayo de 2007

Calentamiento global

La meditación es a las siete, dijo la recepcionista del hotel después de entregarme la llave de mi habitación junto con un mapa del lugar. Miré mi reloj, faltaban aún 35 minutos, tiempo suficiente para desempacar, recostarme sobre la cama y leer un capítulo de Auster.
El viaje había sido idea de Eduardo, un par de días sola en un lugar tranquilo, alejada de la rutina. Regresarás como nueva. Yo acepté con una sonrisa falsa, más bien escéptica, me parecía que dos días en Cuernavaca no bastarían para aligerar el peso que sobre mis hombros se había acumulado durante los últimos meses, no obstante, la oferta pertenecía a esa clase de oportunidades no susceptibles de ser rechazadas bajo ninguna circunstancia.
Al cinco para las siete me encontraba de frente al oratorio vestida de blanco, sandalias y el pelo recogido en una cola de caballo. Era la primera vez que asistía a una sesión de meditación y sin embargo, no logré identificar un sólo síntoma que denotara nerviosismo; era como si la meditación fuese parte integral de mi vida cotidiana, o como si el simple hecho de estar sola en un lugar lejano hiciera posible que hasta el objeto más extraño se volviera familiar.
Un tapete de mecate a la entrada me hizo suponer que debía dejar los zapatos ahí. Lo hice y caminé descalza hacia el interior. Dos hileras de taburetes de madera clavados en el piso rodeaban el jardín Zen. En la esquina, una montaña de cojines morados. Tomé uno, me senté encima y aguardé con las piernas estiradas la llegada del maestro. Escuché el pitar de un grillo, el motor de un avión, sentí un cosquilleo en la nariz y me sacudí con la mano. En eso, un hombre de cuarenta y tantos se detuvo frente a mí. Lo recorrí con una mirada desconcertada: sandalias de plástico, pantalones ajustados de mezclilla, playera negra sin mangas con una calavera plateada al centro, brazos musculosos, barba partida, labios gruesos, una diminuta argolla dorada en un orificio de la nariz, ojos verdes, calvo. Digamos que esto último fue la única señal que me hizo suponer que se trataba del maestro. ¿Tu nombre es?, preguntó con una voz ronca, tersa como la arena. Se erizó mi piel. Blanco, respondí en un estado similar a la hipnosis. ¿Blanco?, repitió confundido. Me sentía perdida; demasiado tarde para remendar mi error. Blanca, quise decir Blanca, dije con la voz temblorosa. ¿Has meditado alguna vez?, no, nunca. De acuerdo, comencemos, dijo mientras se acomodaba en un taburete a mi derecha, para meditar no es necesario ninguna postura especial, la idea es estar relajado y tratar de mantener los ojos abiertos, eso es importante. Sonrisa franca, quizá demasiado descarada, sinceramente lo que menos deseaba en estos momentos era cerrar los ojos. El hombre es un ente espiritual, dijo con la mirada clavada en mi pecho. Una ola de calor invadió mis axilas. Tu espiritualidad proviene de siglos atrás, del principio de las religiones, dios es puro amor, yo asentí con un movimiento de cabeza antes de partir junto con él a un lugar remoto: el estacionamiento, nos metimos dentro de su auto, un Civic azul plata, clavó la mirada en mis pupilas con las manos deteniendo mis mejillas, acercó sus labios a los míos, aspiré su aliento agrio y noté que mi deseo aumentaba, rozó mis labios con los suyos, lamió la punta de mi nariz, me besó los párpados, la frente, lamió mi cuello de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo, metódicamente, como si hubiera una línea imaginaria que desembocara en mi boca húmeda y hambrienta. El hombre posee tres atributos, regresamos al oratorio, la sabiduría, la voluntad y el amor, las tres lo conforman en un ser íntegro, libre y honesto. Me desabrochó la camisa, sus dedos largos liberaban cada botón con suma delicadeza, como si fuese un arte al que debía entregarse con precisión, me acarició los pechos sobre el brassiere, acercó su rostro, aspiró mi sudor encerrado entre los senos y me lamió los pezones. Eres un ente espiritual, repitió de camino al oratorio, ¿Espiritual?, difícil de considerar en momentos como éste, tu cuerpo no te pertenece, lo has tomado prestado para perfeccionar tu alma, ¿será que el mío lo tomé del departamento clandestino de prostitutas adictivas? (DCPA), sólo así me explico la calentura. Se había desabrochado el pantalón, tomó mi mano y la colocó sobre su pene terso y erecto, lo acaricié, obediente, mientras sentía que mis calzones se mojaban cada vez más, me trepé encima de él abrazándolo con mis piernas, presionando con la cadera. ¿Por qué sufre la tierra?, preguntó de vuelta al oratorio, el agua escasea, los bosques se ven amenazados por incendios imprudentes, se contaminan los océanos. ¿En qué momento se transformó esto en una clase de ecología? No lograba hilar las ideas, me preguntaba qué relación existía entre la voluntad del hombre, su estado espiritual, mis pezones erectos y los incendios forestales? No hallaba respuesta. El desconcierto me impedía volver al auto, mi mente se había empeñado en descifrar el enigma como si fuese un imperativo, una cuestión de vida o muerte. Me volví a interrogar sobre una supuesta conexión entre la escasez del agua, el amor como atributo humano y la sudoración excesiva dentro de mi ropa interior. Aturdida, decidí enfocar mi mente en la meditación, hice a un lado los cuestionamientos, el Civic azul plateado y me dispuse a escuchar sin hallar un sentido en especial, por el simple placer de oír su voz de mantequilla. La respuesta salió de sus labios abruptamente mientras hablaba de la primavera, los cambios climáticos, la sequedad de los lagos: el calentamiento global. Lo repitió elevando el tono de voz: calentamiento global, una vez más en un tono bajo, casi como un murmullo : calentamiento global. Entonces comprendí, aliviada, mi estado carnal, las altas temperaturas de mis huesos, la exacerbada imaginación. Miré mi reloj, faltaban tres minutos para terminar la sesión, huimos al auto e hicimos el amor en el asiento trasero.
¿Cómo te sientes?, preguntó mientras salíamos del oratorio. Bien, muy relajada, respondí, alisándome el pelo con la mano. Si gustas, mañana habrá otra a la misma hora. ¿Otra? ¿Por qué no? Quizá Eduardo no estaba tan equivocado, dos encuentros en el Civic y sin duda regreso como nueva a mi matrimonio. Seguro, aquí nos veremos mañana, gracias.

jueves, 3 de mayo de 2007

Entrenamiento

¿Eres feliz?, me preguntó mi vecino por la mañana al encontrarme corriendo en la calle. Fue una pregunta, aunque lo dijo de tal manera que parecía una afirmación: eres feliz, dijo y se frotó las manos.
Yo llevaba una hora con dos minutos y 47 segundos corriendo, se lo dije en cuanto me interrogó, él hizo una mueca de sorpresa y comenzó a sacudir su mano como si quisiera espantar una mosca, aunque no había moscas, era sólo una forma de manifestar su asombro, y entonces pasó un auto rojo e inmediatamente después lo dijo: eres feliz. Digo lo del auto porque recuerdo que al verlo pensé que yo nunca podría andar en un auto rojo, como que se requiere cierta personalidad extrovertida para manejar por la ciudad en ese color, y yo no era de esas, definitivamente, entonces pensé que quizá la gente que se compra un auto rojo es menos complicada y por ende más feliz que las que los tenemos de colores pasteles, y en eso pensaba cuando mi vecino dijo: eres feliz.
Yo sonreí y asentí con la cabeza, ¿qué otra cosa podría haber hecho? Si para él la felicidad es tan burda que se consigue después de correr diez kilómetros, sería inútil ponerme a discutir. Nos despedimos. Llegué a mi casa y me senté a escribir. ¿Eres feliz?... teclee automáticamente, y entonces con una mueca desaprobatoria me pareció que ya lo había leído antes, que esa frase tan gastada era el inicio de miles de millones de ensayos publicados en periódicos y revistas, sin embargo, a mí me había sucedido realmente, no era una simple pregunta fabricada para entrar de lleno al tema de la felicidad. Es cierto que me suceden con frecuencia este tipo de cosas, de pronto entro a una peluquería, veo a una niña con trenzas sentada de frente al espejo, su mamá se acerca con tijeras en mano, se las corta de tajo y al instante me viene a la cabeza la idea de un cuento. Eso mismo debe sucederle a los pintores, se topan con el pico de un colibrí atorado en un cactus y lo primero que se les ocurre es… ¿salvarlo? Por supuesto que no, piensan en traer un lienzo y retratarlo. Me sucede lo mismo con la escritura. El otro día Ernesto me dijo que se iría de la casa si yo volvía a faltar a la cita con el terapeuta de pareja. La amenaza no surtió el efecto que él hubiera deseado, pero la anécdota ronda aún en mi cabeza como si fuese un zopilote hambriento y yo un cuerpo putrefacto. En eso pensé en cuanto mi vecino se perdió por el túnel de la izquierda, ¿debí confesarle que llevaba dos años en terapia de pareja, que desde la fiesta de aniversario de mis papás, de eso hace once meses, no habíamos hecho el amor, que últimamente me pasaba las tardes llorando recargada sobre la ventana de mi cuarto mirando el jardín, que un día manejé durante cinco horas seguidas por el periférico con mi ipod en los oídos a todo volumen y los ojos rojos, tan rojos como el color de ese auto feliz que pasó entre nosotros?
- ¡Uy! es que…no sabía…no, no era mi intención…este… - me hubiera respondido seguido por una de esas miradas indescifrables, mezcla de compasión con a-mi-qué-carajos-me-importa. Después de todo es sólo mi vecino. Me hubiera dicho adiós con una sonrisa incómoda, yo me habría sentido una estúpida y definitivamente no estaría ahora aquí escribiendo. Son las nueve, miro el cielo negro que otras noches empaña el hueco entre mi garganta y la boca del estómago y no siento nada, las estrellas parecen más luminosas, This is the last time no moja mis ojos, huelo a pastel de chocolate recién horneado, releo lo que he escrito hasta ahora, pienso en mi vecino y me replanteo la pregunta …¿en este instante, sólo en este instante, eres feliz?
Me temo que sí.

martes, 13 de marzo de 2007

Vejiga intelectual

Nueve de la mañana, prendo la computadora, abro el archivo, me siento. Oigo ruidos en el departamento de arriba, pum, pum, pum, pausa, pum, pum, pum, pausa, pum, pum, pum, pausa…¿tambores africanos? No están mal, llevan un ritmo constante, me gusta …pum, pum, pum, pum, pum, ¿y la pausa? Eran tres pum y una pausa, ¿por qué el cambio? Con esa música es imposible concentrarse, o siguen el ritmo o…¿música? ¡Qué idiota soy! No son tambores africanos, es el parásito de mi vecino que está remodelando su departamento. Me levanto, cierro la puerta con llave, atoro la ventana, bajo las cortinas, me cubro los oídos. El ruido me desquicia: pum, pum, pum, pum, pum…Maldigo al imbécil de mi vecino y me voy de la mano de mi laptop al café más cercano.
Pido un americano sin espacio para leche y subo las escaleras. Sonrío al encontrar el segundo piso vacío. Detesto las multitudes. Busco un sillón que tenga cerca un contacto para la computadora. La enciendo. Miro la pantalla en blanco, me rasco la frente, toco la textura del sillón, miro la pared, bostezo, tomo un trago de café, una imagen se asoma, mis dedos teclean, son lombrices desatadas, me siento camaleón en primavera, escribo en un espacio ajeno, un café cualquiera, pero… no, ahora no, me aprieta la vejiga, me urge ir al baño, miro el reloj, han pasado dos horas, me asomo al vaso, vacío. Estúpida. ¿Y ahora? No se me ocurre más que cerrar el archivo, apagar la laptop, guardarla en el morral, ir al baño con todo mi cargamento, regresar, sacar la computadora, encenderla y abrir el archivo. Ni loca, ir al baño no puede ser tan complicado. Me aguanto. Un minuto, dos, cinco…no puedo más. Me levanto con las piernas apretadas, apago la laptop, desconecto el cable, mi vejiga está a punto de explotar, me desabrocho los jeans, guardo todo en el morral y vuelo al baño en el primer piso.
Complacida la vejiga me compro otro americano sin espacio para leche. Subo las escaleras despacio, temo encontrar un extraño en mi sillón. Respiro aliviada. Me acomodo nuevamente. Leo la última frase, tecleo una palabra nueva, no me gusta, la borro, escribo otra, no me convence, ahí va una frase completa, descartada…¿y la inspiración?, ¿se habrá caído en el excusado? No lo puedo creer, voy al baño, regreso, máximo fueron cinco minutos con todo y la compra del café, ¿y resulta que la inspiración se perdió?, es el colmo. Las doce. Escucho pasos. Tiemblo. Dos señoras de cuarenta y tantos, una con voz de gallina recluida, la otra con flema atascada. Un señor, cincuenta y tantos, solo, laptop en mano, me agrada. Da lo mismo, sin la inspiración inicial y la invasión a mi espacio…me retiro. Antes presto oído a la conversación de mis vecinas, Federica se fue de vacaciones a la playa, su hija de dos años se cayó a la alberca y ella, Federica, se echó al agua con zapatos y sombrero para rescatarla. Mis dedos teclean ¿Es la hazaña fuente de inspiración? No, es algo mucho peor: la voz de gallina recluida.
Por simple curiosidad ¿cómo se inspiró para escribir tan maravillosa novela? Mmmm verá, estaba en un café cuando oí hablar a una señora con voz de gallina enjaulada… Secreto de tumba. La una. Mmmmmm, no, otra vez no, la vejiga me aprieta, me urge ir al baño ¿para qué compré otro café? Estúpida ¿Y ahora? Me niego a llevar mi cargamento al baño, se me ocurre que…podría fingir ser una de esas personas buena onda y alivianadas que confían ciegamente en la humanidad y, pedirle a mi vecino que cuide mis cosas, ¿demasiado atrevido? Puede ser, no va con mi personalidad, pero…me revienta la vejiga, no puedo más. Me acerco al señor de la laptop. Le pido que cuide mis pertenencias, que no tardo, es una emergencia, sonrío apenada con las manos metidas entre las piernas. Me mira con ojos de asesino, parpadea y regresa la mirada a la pantalla. ¿Debo tomar eso como un sí? ¡Uy, qué efusividad! Como si él nunca hiciera pipí, ¿qué tal un no se preocupe, vaya a hacer feliz a su vejiga que aquí yo le echo un ojo a sus cosas? o, ¿a dónde va?, ¿al baño?, ¿le urge o puedo ir yo primero? Viejo grosero. Algún día tendrá problemas con la próstata y se acordará de mí. Corro al baño. Regreso a mi lugar. La gallina inspiradora se ha ido sin dejar rastro. Mi laptop sigue tal cual. Sonrío al vecino para agradecerle el favor. Ni siquiera se da cuenta. Idiota. Vuelvo a la novela. Escribo una frase, la borro, quince palabras, descartadas. Me hace falta esa voz. Opto por irme. Recojo mis cosas y salgo del café. Recapitulo en mi mente los avances del día: unas cuantas ideas novedosas, una muerte accidental, veinte páginas nuevas. Me sorprendo de mi productividad. Sin duda regreso mañana al café. Mañana y todos los días. Llego a casa, me topo con el vecino de arriba. Se pone colorado, esquiva mi mirada, balbucea una frase incomprensible, algo sobre los ruidos, los trabajadores, serán meses, está apenado. Quiero decirle la verdad, hablarle del café, la gallina enjaulada, las veinte páginas nuevas después de meses de un bloqueo mental, quiero darle las gracias y abrazarlo. Mis ojos se detienen en su nariz, me recuerda al señor de la laptop. Imbécil. Era sólo pipí. Es igualito. Cabrón. Miro a mi vecino con rabia, le grito estúpido e idiota, escupo hacia el suelo a un lado de sus zapatos. Eso de ser buena gente…tampoco va conmigo.

viernes, 2 de marzo de 2007

Aniversario

Héctor metió la cuchara de plata en la sopa de cebolla, agujereó la cubierta dorada del queso gouda y destrozó el pan aguado que estaba debajo, arrimó la nariz para aspirar el vapor que salía del caldo, sus fosas nasales se ensancharon dejando entrever una gota de mucosidad amarillenta entre los vellos oscuros, la punta de la nariz se le encendió, un brillo grasoso hizo evidente las imperfecciones: puntos negros, agujeros, una verruga púrpura; meneó la cuchara dentro de la sopa, sacó un trozo de pan con caldo, probó la temperatura con la punta de la lengua, dos gotas se escurrieron hasta la barba, se pegó más a la cuchara, abrió los labios y tragó mientras la garganta se le hinchaba; un hilo de queso fundido se atoró entre los dientes, metió la uña de su dedo meñique y con un giro del antebrazo lo echó de nuevo al caldo, se rascó la parte trasera de su lóbulo izquierdo antes de volver a meter la cuchara.

Gabriela lo observaba desde su lugar con la respiración agitada: después de veinte años había encontrado una razón para dejarlo.

martes, 20 de febrero de 2007

Desayuno

Es miércoles por la mañana, me sirvo una taza de café y me acomodo en la cocina para leer el periódico. Un señor llamado Andrés saltó a las vías del tren para rescatar a un extraño que accidentalmente había caído en ellas. El tren pasó justo encima de su espalda y ambos lograron sobrevivir. De acuerdo a estudios científicos, un acto de heroísmo de tal magnitud es provocado por las llamadas “neuronas espejo”, encargadas de hacer que uno sienta lo que la otra persona experimenta. No obstante, un biólogo reconocido de la Universidad de Nueva York opina que los procesos cerebrales no intervienen en este tipo de actos, la reacción se daría demasiado tarde para salvar al sujeto; los actos heróicos, agrega, son impulsos que se siguen espontáneamente a causa de una información genética determinada. Lo más extraño del caso es que Andrés se encontraba junto con sus dos pequeñas de cuatro y seis años; según los expertos, el poder de la dinámica padre-hijo debiera superar a cualquier tendencia de ponerse en peligro para salvar a un desconocido.
Termino de leer la noticia, tomo un trago de café e imagino a las niñas de Andrés: una rubia peinada con trenzas, la otra pelirroja con el cabello en una cola de caballo, ambas vestidas de uniforme, falda a cuadros verde con azul marino, camisa de botones blanca, calcetas largas hasta debajo de las rodillas y zapatos negros de goma. En una mano sostienen una bolsa de plástico con su lunch, en la otra…la mano de papá. Llegan con cinco minutos de anticipación a la parada. Detestan el rechinar de las ruedas del tren, es un ruido demasiado estruendoso, les recuerda la noche que mamá se disfrazó de bruja para la fiesta de la tía Celia, no la reconocieron, ella se carcajeaba como parte de esa personalidad ilusoria, sus risas causaron tal destrozo en el sueño de las niñas que por meses tuvieron que dormir en la cama de sus papás. Cuatro minutos para la llegada del tren, las niñas no sueltan la mano de papá, miran las vías y en sus ojos se logra percibir un hilo de angustia que las fusiona a pesar de encontrarse Andrés de por medio. Dos años de diferencia que en este segundo pasan desapercibidos. Ana nació primero, cesárea, venía sentada y el médico no quiso arriesgar, berreaba por las noches y en el día hibernaba, mamá no sabía cómo intercambiar el horario, probó de todo: aumentó el volumen del televisor durante las horas diurnas, transportó la cuna a la cocina y una vez ahí, encendía la licuadora por largos períodos de tiempo, por la noche la bañaba en agua tibia con hojas de lechuga; no fue hasta que siguió el consejo de la vecina que el hábito se rompió: Anel habló con su hija como si fuese un adulto, le explicó que cuando sale la luna es momento de azotar la cabeza en la estúpida almohada y, que al salir el sol, y sólo al salir el sol (frase que repitió tres veces) tiene permiso de abrir los malditos ojos. A partir de esa charla, Ana comenzó a berrear durante el día, pero a cambio, por la noche dormitaba. Dalia llegó dos años después, cesárea con una complicación en los pulmones, una vez en casa, mamá no esperó cinco minutos para hablar con ella, y con las mismas palabras que había utilizado con Ana, le hizo entender la relación entre las estrellas y la rutina de la especie humana. Lo que mamá ignoraba es que Dalia no requería esa explicación, su dócil temperamento que años después la llevaría a convertirse en una adolescente retraída y poco comunicativa, le hacía comportarse como una bebé casi invisible; jamás lloró, ni siquiera el día de su primera vacuna.
Tres minutos y medio. Las manos de Andrés transpiran, siente comezón en la nariz, desea rascarse pero para ello debe soltar la mano de una de sus hijas. Andrés sabe lo importante que es para ellas en este preciso instante, sabe de la fobia que experimentan al estar paradas frente a las vías y por eso mismo, posterga la paz de su nariz. Andrés conoció a Anel mientras laboraba como taxista, ella pidió que la llevara a la calle de Sonora, debía comprar fertilizante para exterminar una plaga de gusanos que había invadido el ficus de su azotea. Anel era especialista en jardinería, estudió en la Escuela Superior de Botánica y se graduó en 1999, año en que Andrés abandonó, por falta de recursos económicos, sus estudios de administración. Desanimado pero consciente de la situación, se matriculó como taxista. Dos años después se encontraba transportando al amor de su vida. En el semáforo entre Juan Escutia y Atlixco la pasajera fue presa de un asalto, le quitaron su bolsa y le golpearon el rostro, Andrés intentó defenderla pero se vio amenazado con una pistola en la sien. De ahí a la delegación, lunes, martes, vuelva el fin de semana, los trámites no parecían tener fin, un café después de levantar el acta, una charla en la banca de espera, una salida al cine, el primer beso. Andrés nunca había experimentado tal pasión, pensaba en ella día y noche, en sus hombros perfectos, sus brazos delgados y suaves como tiras de papel, los senos pequeños; varias veces se descubrió con una erección que debía disimular ante sus clientes metiéndose las llaves en la bolsa delantera del pantalón. Ella vivía alborotada, con manchas de sudor en la playera y el sexo empapado, comía poco, dormía mal, pensaba en él, en sus ojos grises, su vientre desnudo y velludo, plano como el horizonte. Ambos se suplicaban más tiempo y, cuando al fin, las horas condescendían, se entregaban uno al otro con el arrojo inconfundible de un par de amantes novatos. Un año después se casaron. Ana se presentó a los once meses.
Tres minutos. La comezón continúa. Las relaciones sexuales con su mujer bajaron de intensidad. Mamá argumentaba estar extenuada, de noche no dormía, se quejaba de las niñas, del trabajo que representaba cuidarlas, educarlas, alimentarlas. Andrés intentaba convencerla, hacer el amor sería un alivio para sus huesos, se sentiría como nueva, las niñas seguro lo apreciarían. Anel cedía sólo en contadas ocasiones. Andrés se masturbaba en el baño. Una vez olvidó cerrar la puerta con llave y Ana lo sorprendió. Papá no supo explicar correctamente las cosas, le habló de más. Anel se puso furiosa, se alteró y le aventó un vaso de cristal; una pequeña herida en la frente, corrieron al sanatorio, tres puntadas y una cita con el terapeuta familiar. Ana lo visitaba cada lunes, hablaban de mamá, de papá, del colegio, de los niños y sus juguetes. Ana disfrutaba ir, sobre todo por la paleta de caramelo en forma de flor que le regalaba el doctor al finalizar la sesión. Cuatro meses después, el terapeuta les aseguró que del “accidente” en el baño no quedaban estragos en la mente de su hija. Ana dejó la terapia. Se olvidaría de ella hasta el día de su primera menstruación a los diez años. Entonces recordaría al doctor y se masturbaría por primera vez con la almohada entre las piernas.
Dos minutos. Dalia mira a papá, le sonríe, Andrés no se da cuenta, tiene perdida la mirada. Dalia lo ama, le gusta armar rompecabezas con él, acostarse en su pecho y escucharle contar las vidas de los pasajeros que transporta en el taxi. La señora que labora de maestra en una escuela de extranjeros, enseña español a niños chinos que traen sushi de lunch. Dalia ríe. Andrés la abraza y le hace cosquillas en sus axilas. El joven vegetariano que trabaja de cocinero en una taquería y a cada rato corre al baño a vomitar. Dalia hace gestos repulsivos y él la llena de besos. El viejo arrugado que camina con bastón, pide a Andrés que apague la radio y no habla en todo el trayecto, las manos le tiemblan y mira la ventana con ojos llorosos. A Dalia también se le ponen los ojos rojos, no sabe por qué.
Un minuto. Anel llega tarde a casa esa noche, cierra con cuidado la puerta, son las doce. Andrés la espera despierto. La mira y comienza a interrogarla, ¿por qué a esas horas?, ¿por qué no llamó?, ¿dónde estaba? Ella se enoja, le grita, le habla de libertad y se suelta a llorar. Él quiere consolarla, se acerca y pone un brazo sobre su espalda, ésta se mueve, lo rechaza, su mano cae y una tristeza cubre su piel. Me acosté con otro dice ella de pronto. Andrés no alcanza a comprender el sentido de las palabras, le pide que lo repita, ella traga saliva, se limpia las lágrimas y vuelve a decirlo: me acosté con otro. Esta vez las palabras retumban en sus oídos como disparos de metralleta. Andrés se tapa los oídos, no desea escuchar más, le tiemblan las piernas y siente un deseo irresistible de ir al baño, corre al escusado, orina mientras las lágrimas se deslizan por sus ojos, el llanto se hace cada vez más fuerte, se tira al suelo y continúa gimiendo con el pantalón desabrochado.
Treinta segundos. Un extraño que viste de traje sufre una convulsión, cae a las vías del tren junto con su portafolio. La gente de la tarima grita, se miran desesperadas unas a otras. Se escucha el pitar del tren. Ana y Dalia aprietan la mano de papá. Andrés duda una fracción de segundo, se suelta con brusquedad de sus pequeñas y salta a las vías. Abraza con su cuerpo al desconocido, hace un cálculo matemático y baja la cabeza. Se equivoca. El tren pasa por encima de ellos. El extraño sobrevive. Andrés también.
Tomo un trago de café, está frío, me levantó para servirme otra taza y alcanzo la sección de deportes.

jueves, 15 de febrero de 2007

La valentia del escritor

He vivido con la convicción de que el miedo no ha sido más que un obstáculo para lograr el desarrollo total de mis potencialidades. Ser miedosa, en la mayoría de las ocasiones, es sinónimo de frustración.
Recuerdo la primera invitación a dormir en casa de una compañera del colegio, mis ojos mojados, la garganta hundida, el pensamiento vivo: ¿Apagarán la luz? ¿Cerrarán con llave la puerta? Aceptaba por presión social y terminaba en la cama de los papás. La vergüenza me consumía.
En seguida llegaron las salidas al cine, mi obsesiva insistencia sobre el tema de la película, un silencio vacío si la respuesta traía consigo la palabra terror. Una vez en mi casa, con el cuerpo erizado y la furia en los dientes, me odiaba a mi misma por la falta de valentía.
“El miedo paraliza” me dijo un día un profesor de cine de la Universidad cuando yo trataba de explicarle que ver “Naranja Mecánica” por segunda vez, era un esfuerzo superior a mis capacidades. Mi respuesta no pareció afectarle; era obligatorio, dijo el muy desconsiderado. Entonces entré a la sala como si estuviera desnuda, la música clásica, aunada a los golpes de bastón que el protagonista otorgaba con tal brutalidad resonaba en mi cabeza como una sentencia de muerte. Salí exhausta, tal como dijo el profesor: paralizada.

Es cierto que el miedo te impide abrir ciertas puertas, pero no ignoremos que es también este miedo el que nos conduce a otras más reveladoras: en mi caso, la escritura.
El miedo es el impulso creador que me invita a sentarme frente a la computadora. Si escribo, es para dar forma y color a tantos años de asedio. Para pintar de verde los susurros nocturnos, de naranja los nombres impronunciables, de amarillo las persecuciones en el baño.
Al escribir me adueño de mi imaginación perturbada, invento historias en una realidad creíble que provocan una gozosa incertidumbre sobre si la ficción, no podría, en algún momento, convertirse en realidad. ¿Será éste mi temor más concurrente? ¿Existirá otro más aterrador?
Freud llamó a esa sensación “lo siniestro”, cuando lo familiar se vuelve extraño, lo cotidiano inhóspito; cuando lo oculto aparece en un terreno conocido.
En un cuento situado dentro de la realidad común, lo siniestro puede ser llevado a sus máximas consecuencias; “…el poeta puede exaltar y multiplicar lo siniestro mucho más allá de lo que es posible en la vida real, haciendo suceder lo que jamás o raramente acaecería en la realidad”
Es justamente esto lo que provocó mi primer acercamiento a la escritura.
Lo siniestro, esa sensación seductora que nos hace dudar entre la realidad y la ficción, me motivó a buscar una superficie para plasmarlo.
Así que tomé al miedo con las manos y lo embarré bruscamente en el papel, exageré el movimiento para exprimirlo sin misericordia y el resultado fue…una novela.

De no haber padecido la enfermedad del miedo, con su neblina cegadora, grisácea y volátil, con sus castillos derruidos y los pasos sonantes en la oscuridad, quizá no conocería la pasión por escribir.
Ahora las ideas se reproducen en cuestión de segundos, quiebran su cascarón y se introducen a la pantalla como si fuese su ciclo natural.
Tomemos como ejemplo la figura delgada y encorvada del Nosferatu de Murnau, con el rostro blanco casi transparente, los ojos hambrientos enmarcados por cejas oscuras y frondosas, el cráneo desnudo, deforme y suave al mismo tiempo, la nariz monstruosa, las orejas erectas cual señal de advertencia, sus largos dedos, torpes y aterradores…una imagen que, sin dejar de conmocionar mis sentidos, me inspira a escribir.
Así lo reconoció Cortázar al referirse a los cuentos de Poe “…sin Ligeia, sin La caída de Usher, no hubiera tenido esta disposición hacia lo fantástico que me asalta en los momentos más inesperados y que me lanza a escribir como la única manera de cruzar ciertos límites, de instalarme en el territorio de lo otro”


Ser una persona miedosa sin duda me impidió por un largo tiempo cabalgar cual intrépido soldado en busca de innumerables batallas. Me perdí de esas colosales victorias. No obstante, me he transformado en una valiente guerrera dispuesta a defender lo que es mío: un pavor milenario.
Porque valiente no es quien desconoce el miedo, sino quien, presa de él, se atreve a nombrarlo.

sábado, 10 de febrero de 2007

Mi Valentin

Valentín tiene seis meses de edad desde hace más de un año.
Aunque parezca difícil de creer fue una decisión que ambos tomamos en un momento de lucidez; él me miró a los ojos tiernamente y dijo (sin palabras obvio): mami preciosa y querida, ya no quiero crecer más. Y yo, muda de la emoción, le dije (con palabras, obvio), así se hará, desde hoy tendrás siempre seis meses de edad.
Sellamos el pacto con leche materna y lo celebramos con un banquetazo que duró más de una hora. Valentín succionaba con fervor, emocionado con la idea de no crecer, intercalaba los pechos, levantaba las caderas y giraba el torso sin soltar el pezón de sus labios, parecía un experto malabarista. Yo sonreía extasiada.
Los primeros meses fueron sumamente divertidos; las otras mamás me hacían preguntas sobre la edad de Valentín y yo respondía en tono indiferente siempre lo mismo: seis meses. Y entonces comenzaba el juego de halagos que tanto nos deleitaba a los dos.
Pero mira qué grande está, ya lo viste cómo gatea, mi hija tiene ocho meses y todavía no se sienta sola. ¿Qué le das de comer? ¡Sólo pecho!, te envidio, a mí se me fue a los cuarenta días, simplemente…se fue. Tu hijo se ve fuerte, grande y sano, te felicito, eres una madre grandiosa.
De vez en cuando me sentía mal con ellas, se echaban en cara lo que no habían hecho por sus bebés y se lamentaban porque sus hijos eran “normales”, “mediocres”, “sin chiste”, pero..¿qué podía hacer yo?
Más pronto de lo que imaginé llegó el día de su primer cumpleaños “oficial”. Yo me negué rotundamente a realizar cualquier tipo de celebración. Es muy pequeño – argumentaba - le asustan los payasos, no sabe pegarle a la piñata y podría sufrir quemaduras con las velas encendidas del pastel.
Después de mucho insistir, mis padres (abuelos novatos), se dieron por vencidos. Sin embargo, ese día se presentaron en mi casa con regalos en los brazos y un pastel de chocolate hecho en casa sin velitas. Me quitaron a Valentín de los brazos, y una vez alejados del enemigo, comenzaron a invadirlo de frases tan cursis que hasta me dieron ganas de vomitar.
Valentín, quien tenía todo el rostro manchado de lápiz labial, sonreía hipócritamente, conocía sus opciones, (yo misma se las había enseñado en un rato de ocio):
a) Escupir a la cara de los abuelos.
b) Vomitar encima de ellos.
c) Salir huyendo hacia el escondite más lejano.
d) Ninguna de las anteriores.
Se decidió por la opción d. Sus abuelos estaban encantados y Valentín fingía disfrutar de su compañía.
Esa noche dormimos más juntos que nunca, conectados con mi seno en su boca, apuesto que nuestros sueños se encontraron.
Pero después de ese día las cosas comenzaron a cambiar. Dudo que yo me haya equivocado, más bien me pregunto si habrá sido algún ingrediente del pastel de mi madre que envenenó el corazón de Valentín.
Se rebeló, me exigió un cuarto con cama propia en donde dormir, un vaso decorado de plástico para tomar leche de vaca, y me amenazó con romper el pacto si yo no le cumplía sus demandas. Acepté más que nada por desconcierto.
Hasta que un día todo terminó. Salimos a pasear al parque, Valentín conocía las reglas y sabía que debía permanecer en su carreola todo el trayecto. Los bebés de seis meses sencillamente no caminan en público.
Sin embargo se negó rotundamente, se bajó de la carreola en un berrinche escandaloso, gritó, pataleó y hasta me empujó.
- ¡Pato No! (pacto no) – gritaba enojado. Entonces me di cuenta que no valía la pena suplicar. Hice a un lado la carreola, le tomé de la mano y nos fuimos caminando de regreso a casa y sin hablar.
Los días transcurrían mientras un deseo de venganza se apoderaba de mí, me encontraba obsesionada con la idea de castigar a mi único hijo.
De pronto encontré la forma de hacerlo: vislumbré peleas constantes, rivalidad, golpes y mi útero sonrió. ¿O es que existe algo peor que un hermanito?

¿Escribir para niños? ...no gracias

Tomar la decisión de llamarte escritor equivale a infinidad de horas de cuestionamientos sobre si no estarás echando a perder tu vida a costa de unas cuantas letras y signos de puntuación, que así como cobran vida en el papel, al instante desaparecen devoradas por una taza de café derramada o por un charco de lodo en la esquina de tu casa. No obstante, la palabra escritor posee en sí misma una carga intelectual implacable, un eco sonante que concede miradas de aprobación en selectos grupos de personas.
¿Eres escritora? Me preguntó una vez una amiga de mi mamá mientras se oían fanfarrias de fondo, y…¿qué escribes? Novelas para niños, respondí orgullosa. El sonido de las fanfarrias se frenó de improviso, busqué a mi alrededor al trompetista ¿le habrá dado un ataque al corazón?, ¿se encontrará a punto de estornudar?, ¿se estará rascando el dedo meñique del pie izquierdo? Tardé varios segundos en comprender que el asunto era algo más simple, se trataba, sin duda alguna, de mi obtusa mención sobre los niños.
“Qué lindo”, me respondió con una sonrisa mecánica para después rematar: mi hija es arquitecta. Ví al trompetista huir a toda velocidad mientras un volcán hacía erupción en medio de las dos.
¿Por qué será que escribir para niños se considera un acto inferior? ¿Será una cuestión matemática: a mayor edad del lector mayor calidad del escritor? ¿O tendrá que ver con la extensión: a menor estatura del lector menor esfuerzo del escritor? Me hice estas preguntas después de sobrevivir el desplazamiento de lava que culminó mi encuentro con la amiga de mi mamá. En cuanto llegué a la casa me preparé una leche con chocolate caliente y me senté a trabajar en la novela “para niños” que hace poco comencé.
“Escribir para niños es extremadamente difícil” dijo en entrevista Mark Haddon, autor del libro El curioso incidente del perro a la media noche, un libro publicado en dos idénticas versiones con dos distintas portadas, una para adultos y otra para adolescentes, “los libros de niños son tan complejos como los de adultos y por lo mismo deben ser tratados con el mismo respeto”
Sin embargo, existe quien no piensa así, quien pretende que escribir una historia para niños es como jugar a la pelota, tan simple que cualquiera lo puede hacer, o peor…tan educativo que es casi una obligación para las personalidades de moda (pensemos en Madonna)
Lo cierto es que escribir para niños no es una decisión que uno toma con anterioridad, se podría decir que brota naturalmente del interior del escritor cuando éste se sienta ante la hoja en blanco. Es más, proponerse deliberadamente escribir para niños conlleva a una mala literatura. Si se comienza imaginando al niño de fuera la historia probablemente será hueca, el lenguaje soso y los personajes artificiales. No se escribe para los niños ajenos, se escribe para nuestro niño interno.
La mía tiene doce años, y no me refiero a mi hija, sino a la edad de mi niño interno que aparece cada vez que me siento a escribir.
Literalmente me pongo en sus zapatos, siento las hormonas de la adolescencia expandirse por mis axilas, la pereza de estudiar, el terror a la luna llena; escribo ahora lo que no logré sintetizar en palabras veinte años atrás, escribo para mi, por una necesidad propia, sin ninguna intención de moralizar, educar o enseñar.
Escribo para niños porque me sienta bien, y eso me convierte en una escritora, aunque no escuche fanfarrias.

El terror nocturno se mudo de habitacion

Durante veinte años he sido presa del terror nocturno. Cada noche, como un hábito inquebrantable, apago la luz y huyo a velocidad de guepardo a refugiarme en mi santuario. Una vez ahí, bramo en silencio como único consuelo.
De pequeña, intenté en vano colocarle un caparazón para alentar su paso y apurar el mío; opté también por aturdirlo, lanzando cual sepia, chorros de tinta negra en forma de nubes, una cortina de humo nos distanciaba y yo, que debía aprovechar el instante para escapar, me ocupaba en toser. Una noche hasta probé el mimetismo, me vestí con un pijama verde exactamente del mismo color de mis sábanas y me quedé quieta toda la noche, amanecí con los músculos atrofiados y un olor a cilantro impregnado en mi almohada.
Noche tras noche se aparecía hambriento en mi habitación, masticaba mis huesos, exprimía mis articulaciones y destrozaba mis pantuflas.
Jamás logré vencerlo.
Y sin embargo hoy, veinte años después… ha desaparecido.
Ya no huelo sus heces, su aguijón venenoso, no palpo su piel escamosa ni su estrecho hocico, ya no me rozan sus pezuñas debajo de la cobija.
El enemigo se transformó en polvo.
De pronto escucho un grito que proviene del cuarto de mi hijo. Sonrío aliviada. El terror nocturno se mudó de habitación.

Automoribundia

Últimamente me da ha dado por recrear el instante de mi nacimiento como si fuese parte de una película de Tarantino filmada por un capricho del director en blanco y negro: en una sala de operaciones aviejada, gris y opaca se encuentra mi madre rodeada por un grupo de doctores con enormes cuchillos en mano quienes se preparan para extraer la última esperanza varonil de la familia. Sin embargo, después de una intensa batalla, la cruda realidad les hace frente: la cuarta niña ha nacido. Los espectadores huyen de la sala sin esperar el desenlace. Descontentos se dirigen hacia la taquilla para exigir el reembolso de sus boletos.
No niego que unas cuantas personas, entre ellas mi madre y mis hermanas, permanecieran en la sala, como señal de apoyo, hasta que las luces se hubieran encendido.
No fue así el caso de mi padre, quien escapó de la sala como tren bala echando humo por las narices y con un solo deseo en mente: asesinar al director de la película.
Crecí en un mundo de mujeres con una sola inquietud: me había equivocado de género al nacer. Ya era demasiado tarde para hacer algo. Regresar al útero de mamá era imposible, así que preferí esperar el momento adecuado para enmendar mi falla.
Y así fue. Un día las puertas del cine se abrieron nuevamente. Tarantino se hallaba indispuesto, así que papá aceptó dirigir la película. Los espectadores aguardaban ansiosos la proyección de la cinta, aunque con cierta resistencia, pues temían volver a ser defraudados por el final.
No fue así, el desenlace los enloqueció al igual que a papá: en una sala de operaciones completamente azul, rodeada por un grupo de doctores disfrazados de jugadores de fút-bol, di a luz a mi tercer varón.
Así que finalmente, después de treinta años, pagué mi deuda.

lluvia de saltamontes