miércoles, 9 de septiembre de 2009

Café con leche

Entro al café vestida como siempre, los pantalones de mezclilla flojos, mocasines café maple y camiseta blanca; el cabello suelto electrizado, las puntas maltratadas, treinta canas ocultas en el tinte y treinta más dispersas entre el fleco. No se me antoja más que un café americano sin azúcar ni leche, negro o casi negro, amargo, distinto al limón, amargo como la alarma del despertador que suena todas las madrugadas a esa hora con dieciséis minutos.
Se me ocurre que quizá, si consigo un trabajo rutinario, cajera del supermercado, repartidor de periódicos, telefonista… Amelia no coincide conmigo, cree que eso es soñar alto, aspirar demasiado; para ella no hay más que un caballito de vodka o un tarro de Tafil.
Me imagino sentada en cuclillas sobre el tejado de una casa, es un suburbio estilo americano, de esos artificiales, construido para servir como escenario de una película. No sé cómo he llegado ahí, no soy un personaje de la trama, no soy un extra, no formo parte del área de limpieza aunque me gustaría. Desde arriba la calle aparenta ser de corcho, veo un gato que se trepa al camión de la basura y coge con sus dientes un trozo de queso añejo. Las personas no caminan, se quedan de pie por un tiempo indefinido, mueven los brazos de arriba hacia abajo, giran la cabeza, se rascan y tosen, pero no caminan. Vodka o Tafil.
Por la tarde el departamento está exento de polvo, lo han limpiado con eucalipto, cloro y amoniaco, las ventanas deslumbran, son murallas transparentes, gigantes. Mis cristales son distintos, se rompen, hacen ruido, se me clavan en el riñón, en la boca del estómago, en el paladar. Cuando estornudo temo que salgan volando, que caigan sobre el adversario, que le corten la muñeca a la sirvienta o a la señora operada del busto, la del cabello alaciado, las uñas largas pintadas de morado y el anillo de oro, la misma que se levanta todas las mañanas a las seis con dieciseis minutos, la que arroja su ropa sucia al cesto de mimbre, apunta el menú de la comida a la cocinera y vuelve al medio día cuando el cesto de ropa se ha vaciado.
No reconozco mi habitación, las almohadas gruesas, son dos, dos lavabos, una tina de mármol, cuarenta metros cuadrados de sacos, vestidos, pantalones y faldas.
Se reían de mí la otra tarde, les expliqué con un ejemplo idiota lo que me pasa, asciendo por una escalera eléctrica en una tienda departamental atiborrada de bolsas, de pronto la máquina falla, se detiene, dejo la mercancía nueva en los escalones y aguardo a que la electricidad retome su curso, no me percato de que puedo seguir andando a pie, me quedo petrificada como los maniquíes de la vitrina, sólo las pupilas se desplazan a la derecha, a la izquierda, más a la izquierda, dos metros aún más, suben y bajan, me mareo y aguardo, aguardo inmóvil a que la máquina vuelva a funcionar. Vodka o Tafil.
No pienso que algo extraordinario me hará cambiar de parecer, al contrario, será algo nimio, tenue como el sonido de las hojas marchitas en otoño, la última gota que cae cuando la llave de agua se ha cerrado, la mirada incierta del labrador; y ni siquiera, será algo aún más banal, menos poético, un azotón en el pasillo de la farmacia, un manojo de caramelos, una taza de café con leche.
Me acerco al joven de uniforme verde detrás de la caja registradora, me cuesta hablar, sé lo que deseo ordenar, lo llevo en la punta de la lengua, es complicado, las palabras sudan, se exprimen, se vuelven almíbar. Trago saliva y con ella, el jugo de la banalidad. No me queda más remedio que ordenar pura mierda.
- Un café, negro…