martes, 13 de marzo de 2007

Vejiga intelectual

Nueve de la mañana, prendo la computadora, abro el archivo, me siento. Oigo ruidos en el departamento de arriba, pum, pum, pum, pausa, pum, pum, pum, pausa, pum, pum, pum, pausa…¿tambores africanos? No están mal, llevan un ritmo constante, me gusta …pum, pum, pum, pum, pum, ¿y la pausa? Eran tres pum y una pausa, ¿por qué el cambio? Con esa música es imposible concentrarse, o siguen el ritmo o…¿música? ¡Qué idiota soy! No son tambores africanos, es el parásito de mi vecino que está remodelando su departamento. Me levanto, cierro la puerta con llave, atoro la ventana, bajo las cortinas, me cubro los oídos. El ruido me desquicia: pum, pum, pum, pum, pum…Maldigo al imbécil de mi vecino y me voy de la mano de mi laptop al café más cercano.
Pido un americano sin espacio para leche y subo las escaleras. Sonrío al encontrar el segundo piso vacío. Detesto las multitudes. Busco un sillón que tenga cerca un contacto para la computadora. La enciendo. Miro la pantalla en blanco, me rasco la frente, toco la textura del sillón, miro la pared, bostezo, tomo un trago de café, una imagen se asoma, mis dedos teclean, son lombrices desatadas, me siento camaleón en primavera, escribo en un espacio ajeno, un café cualquiera, pero… no, ahora no, me aprieta la vejiga, me urge ir al baño, miro el reloj, han pasado dos horas, me asomo al vaso, vacío. Estúpida. ¿Y ahora? No se me ocurre más que cerrar el archivo, apagar la laptop, guardarla en el morral, ir al baño con todo mi cargamento, regresar, sacar la computadora, encenderla y abrir el archivo. Ni loca, ir al baño no puede ser tan complicado. Me aguanto. Un minuto, dos, cinco…no puedo más. Me levanto con las piernas apretadas, apago la laptop, desconecto el cable, mi vejiga está a punto de explotar, me desabrocho los jeans, guardo todo en el morral y vuelo al baño en el primer piso.
Complacida la vejiga me compro otro americano sin espacio para leche. Subo las escaleras despacio, temo encontrar un extraño en mi sillón. Respiro aliviada. Me acomodo nuevamente. Leo la última frase, tecleo una palabra nueva, no me gusta, la borro, escribo otra, no me convence, ahí va una frase completa, descartada…¿y la inspiración?, ¿se habrá caído en el excusado? No lo puedo creer, voy al baño, regreso, máximo fueron cinco minutos con todo y la compra del café, ¿y resulta que la inspiración se perdió?, es el colmo. Las doce. Escucho pasos. Tiemblo. Dos señoras de cuarenta y tantos, una con voz de gallina recluida, la otra con flema atascada. Un señor, cincuenta y tantos, solo, laptop en mano, me agrada. Da lo mismo, sin la inspiración inicial y la invasión a mi espacio…me retiro. Antes presto oído a la conversación de mis vecinas, Federica se fue de vacaciones a la playa, su hija de dos años se cayó a la alberca y ella, Federica, se echó al agua con zapatos y sombrero para rescatarla. Mis dedos teclean ¿Es la hazaña fuente de inspiración? No, es algo mucho peor: la voz de gallina recluida.
Por simple curiosidad ¿cómo se inspiró para escribir tan maravillosa novela? Mmmm verá, estaba en un café cuando oí hablar a una señora con voz de gallina enjaulada… Secreto de tumba. La una. Mmmmmm, no, otra vez no, la vejiga me aprieta, me urge ir al baño ¿para qué compré otro café? Estúpida ¿Y ahora? Me niego a llevar mi cargamento al baño, se me ocurre que…podría fingir ser una de esas personas buena onda y alivianadas que confían ciegamente en la humanidad y, pedirle a mi vecino que cuide mis cosas, ¿demasiado atrevido? Puede ser, no va con mi personalidad, pero…me revienta la vejiga, no puedo más. Me acerco al señor de la laptop. Le pido que cuide mis pertenencias, que no tardo, es una emergencia, sonrío apenada con las manos metidas entre las piernas. Me mira con ojos de asesino, parpadea y regresa la mirada a la pantalla. ¿Debo tomar eso como un sí? ¡Uy, qué efusividad! Como si él nunca hiciera pipí, ¿qué tal un no se preocupe, vaya a hacer feliz a su vejiga que aquí yo le echo un ojo a sus cosas? o, ¿a dónde va?, ¿al baño?, ¿le urge o puedo ir yo primero? Viejo grosero. Algún día tendrá problemas con la próstata y se acordará de mí. Corro al baño. Regreso a mi lugar. La gallina inspiradora se ha ido sin dejar rastro. Mi laptop sigue tal cual. Sonrío al vecino para agradecerle el favor. Ni siquiera se da cuenta. Idiota. Vuelvo a la novela. Escribo una frase, la borro, quince palabras, descartadas. Me hace falta esa voz. Opto por irme. Recojo mis cosas y salgo del café. Recapitulo en mi mente los avances del día: unas cuantas ideas novedosas, una muerte accidental, veinte páginas nuevas. Me sorprendo de mi productividad. Sin duda regreso mañana al café. Mañana y todos los días. Llego a casa, me topo con el vecino de arriba. Se pone colorado, esquiva mi mirada, balbucea una frase incomprensible, algo sobre los ruidos, los trabajadores, serán meses, está apenado. Quiero decirle la verdad, hablarle del café, la gallina enjaulada, las veinte páginas nuevas después de meses de un bloqueo mental, quiero darle las gracias y abrazarlo. Mis ojos se detienen en su nariz, me recuerda al señor de la laptop. Imbécil. Era sólo pipí. Es igualito. Cabrón. Miro a mi vecino con rabia, le grito estúpido e idiota, escupo hacia el suelo a un lado de sus zapatos. Eso de ser buena gente…tampoco va conmigo.

viernes, 2 de marzo de 2007

Aniversario

Héctor metió la cuchara de plata en la sopa de cebolla, agujereó la cubierta dorada del queso gouda y destrozó el pan aguado que estaba debajo, arrimó la nariz para aspirar el vapor que salía del caldo, sus fosas nasales se ensancharon dejando entrever una gota de mucosidad amarillenta entre los vellos oscuros, la punta de la nariz se le encendió, un brillo grasoso hizo evidente las imperfecciones: puntos negros, agujeros, una verruga púrpura; meneó la cuchara dentro de la sopa, sacó un trozo de pan con caldo, probó la temperatura con la punta de la lengua, dos gotas se escurrieron hasta la barba, se pegó más a la cuchara, abrió los labios y tragó mientras la garganta se le hinchaba; un hilo de queso fundido se atoró entre los dientes, metió la uña de su dedo meñique y con un giro del antebrazo lo echó de nuevo al caldo, se rascó la parte trasera de su lóbulo izquierdo antes de volver a meter la cuchara.

Gabriela lo observaba desde su lugar con la respiración agitada: después de veinte años había encontrado una razón para dejarlo.