martes, 20 de febrero de 2007

Desayuno

Es miércoles por la mañana, me sirvo una taza de café y me acomodo en la cocina para leer el periódico. Un señor llamado Andrés saltó a las vías del tren para rescatar a un extraño que accidentalmente había caído en ellas. El tren pasó justo encima de su espalda y ambos lograron sobrevivir. De acuerdo a estudios científicos, un acto de heroísmo de tal magnitud es provocado por las llamadas “neuronas espejo”, encargadas de hacer que uno sienta lo que la otra persona experimenta. No obstante, un biólogo reconocido de la Universidad de Nueva York opina que los procesos cerebrales no intervienen en este tipo de actos, la reacción se daría demasiado tarde para salvar al sujeto; los actos heróicos, agrega, son impulsos que se siguen espontáneamente a causa de una información genética determinada. Lo más extraño del caso es que Andrés se encontraba junto con sus dos pequeñas de cuatro y seis años; según los expertos, el poder de la dinámica padre-hijo debiera superar a cualquier tendencia de ponerse en peligro para salvar a un desconocido.
Termino de leer la noticia, tomo un trago de café e imagino a las niñas de Andrés: una rubia peinada con trenzas, la otra pelirroja con el cabello en una cola de caballo, ambas vestidas de uniforme, falda a cuadros verde con azul marino, camisa de botones blanca, calcetas largas hasta debajo de las rodillas y zapatos negros de goma. En una mano sostienen una bolsa de plástico con su lunch, en la otra…la mano de papá. Llegan con cinco minutos de anticipación a la parada. Detestan el rechinar de las ruedas del tren, es un ruido demasiado estruendoso, les recuerda la noche que mamá se disfrazó de bruja para la fiesta de la tía Celia, no la reconocieron, ella se carcajeaba como parte de esa personalidad ilusoria, sus risas causaron tal destrozo en el sueño de las niñas que por meses tuvieron que dormir en la cama de sus papás. Cuatro minutos para la llegada del tren, las niñas no sueltan la mano de papá, miran las vías y en sus ojos se logra percibir un hilo de angustia que las fusiona a pesar de encontrarse Andrés de por medio. Dos años de diferencia que en este segundo pasan desapercibidos. Ana nació primero, cesárea, venía sentada y el médico no quiso arriesgar, berreaba por las noches y en el día hibernaba, mamá no sabía cómo intercambiar el horario, probó de todo: aumentó el volumen del televisor durante las horas diurnas, transportó la cuna a la cocina y una vez ahí, encendía la licuadora por largos períodos de tiempo, por la noche la bañaba en agua tibia con hojas de lechuga; no fue hasta que siguió el consejo de la vecina que el hábito se rompió: Anel habló con su hija como si fuese un adulto, le explicó que cuando sale la luna es momento de azotar la cabeza en la estúpida almohada y, que al salir el sol, y sólo al salir el sol (frase que repitió tres veces) tiene permiso de abrir los malditos ojos. A partir de esa charla, Ana comenzó a berrear durante el día, pero a cambio, por la noche dormitaba. Dalia llegó dos años después, cesárea con una complicación en los pulmones, una vez en casa, mamá no esperó cinco minutos para hablar con ella, y con las mismas palabras que había utilizado con Ana, le hizo entender la relación entre las estrellas y la rutina de la especie humana. Lo que mamá ignoraba es que Dalia no requería esa explicación, su dócil temperamento que años después la llevaría a convertirse en una adolescente retraída y poco comunicativa, le hacía comportarse como una bebé casi invisible; jamás lloró, ni siquiera el día de su primera vacuna.
Tres minutos y medio. Las manos de Andrés transpiran, siente comezón en la nariz, desea rascarse pero para ello debe soltar la mano de una de sus hijas. Andrés sabe lo importante que es para ellas en este preciso instante, sabe de la fobia que experimentan al estar paradas frente a las vías y por eso mismo, posterga la paz de su nariz. Andrés conoció a Anel mientras laboraba como taxista, ella pidió que la llevara a la calle de Sonora, debía comprar fertilizante para exterminar una plaga de gusanos que había invadido el ficus de su azotea. Anel era especialista en jardinería, estudió en la Escuela Superior de Botánica y se graduó en 1999, año en que Andrés abandonó, por falta de recursos económicos, sus estudios de administración. Desanimado pero consciente de la situación, se matriculó como taxista. Dos años después se encontraba transportando al amor de su vida. En el semáforo entre Juan Escutia y Atlixco la pasajera fue presa de un asalto, le quitaron su bolsa y le golpearon el rostro, Andrés intentó defenderla pero se vio amenazado con una pistola en la sien. De ahí a la delegación, lunes, martes, vuelva el fin de semana, los trámites no parecían tener fin, un café después de levantar el acta, una charla en la banca de espera, una salida al cine, el primer beso. Andrés nunca había experimentado tal pasión, pensaba en ella día y noche, en sus hombros perfectos, sus brazos delgados y suaves como tiras de papel, los senos pequeños; varias veces se descubrió con una erección que debía disimular ante sus clientes metiéndose las llaves en la bolsa delantera del pantalón. Ella vivía alborotada, con manchas de sudor en la playera y el sexo empapado, comía poco, dormía mal, pensaba en él, en sus ojos grises, su vientre desnudo y velludo, plano como el horizonte. Ambos se suplicaban más tiempo y, cuando al fin, las horas condescendían, se entregaban uno al otro con el arrojo inconfundible de un par de amantes novatos. Un año después se casaron. Ana se presentó a los once meses.
Tres minutos. La comezón continúa. Las relaciones sexuales con su mujer bajaron de intensidad. Mamá argumentaba estar extenuada, de noche no dormía, se quejaba de las niñas, del trabajo que representaba cuidarlas, educarlas, alimentarlas. Andrés intentaba convencerla, hacer el amor sería un alivio para sus huesos, se sentiría como nueva, las niñas seguro lo apreciarían. Anel cedía sólo en contadas ocasiones. Andrés se masturbaba en el baño. Una vez olvidó cerrar la puerta con llave y Ana lo sorprendió. Papá no supo explicar correctamente las cosas, le habló de más. Anel se puso furiosa, se alteró y le aventó un vaso de cristal; una pequeña herida en la frente, corrieron al sanatorio, tres puntadas y una cita con el terapeuta familiar. Ana lo visitaba cada lunes, hablaban de mamá, de papá, del colegio, de los niños y sus juguetes. Ana disfrutaba ir, sobre todo por la paleta de caramelo en forma de flor que le regalaba el doctor al finalizar la sesión. Cuatro meses después, el terapeuta les aseguró que del “accidente” en el baño no quedaban estragos en la mente de su hija. Ana dejó la terapia. Se olvidaría de ella hasta el día de su primera menstruación a los diez años. Entonces recordaría al doctor y se masturbaría por primera vez con la almohada entre las piernas.
Dos minutos. Dalia mira a papá, le sonríe, Andrés no se da cuenta, tiene perdida la mirada. Dalia lo ama, le gusta armar rompecabezas con él, acostarse en su pecho y escucharle contar las vidas de los pasajeros que transporta en el taxi. La señora que labora de maestra en una escuela de extranjeros, enseña español a niños chinos que traen sushi de lunch. Dalia ríe. Andrés la abraza y le hace cosquillas en sus axilas. El joven vegetariano que trabaja de cocinero en una taquería y a cada rato corre al baño a vomitar. Dalia hace gestos repulsivos y él la llena de besos. El viejo arrugado que camina con bastón, pide a Andrés que apague la radio y no habla en todo el trayecto, las manos le tiemblan y mira la ventana con ojos llorosos. A Dalia también se le ponen los ojos rojos, no sabe por qué.
Un minuto. Anel llega tarde a casa esa noche, cierra con cuidado la puerta, son las doce. Andrés la espera despierto. La mira y comienza a interrogarla, ¿por qué a esas horas?, ¿por qué no llamó?, ¿dónde estaba? Ella se enoja, le grita, le habla de libertad y se suelta a llorar. Él quiere consolarla, se acerca y pone un brazo sobre su espalda, ésta se mueve, lo rechaza, su mano cae y una tristeza cubre su piel. Me acosté con otro dice ella de pronto. Andrés no alcanza a comprender el sentido de las palabras, le pide que lo repita, ella traga saliva, se limpia las lágrimas y vuelve a decirlo: me acosté con otro. Esta vez las palabras retumban en sus oídos como disparos de metralleta. Andrés se tapa los oídos, no desea escuchar más, le tiemblan las piernas y siente un deseo irresistible de ir al baño, corre al escusado, orina mientras las lágrimas se deslizan por sus ojos, el llanto se hace cada vez más fuerte, se tira al suelo y continúa gimiendo con el pantalón desabrochado.
Treinta segundos. Un extraño que viste de traje sufre una convulsión, cae a las vías del tren junto con su portafolio. La gente de la tarima grita, se miran desesperadas unas a otras. Se escucha el pitar del tren. Ana y Dalia aprietan la mano de papá. Andrés duda una fracción de segundo, se suelta con brusquedad de sus pequeñas y salta a las vías. Abraza con su cuerpo al desconocido, hace un cálculo matemático y baja la cabeza. Se equivoca. El tren pasa por encima de ellos. El extraño sobrevive. Andrés también.
Tomo un trago de café, está frío, me levantó para servirme otra taza y alcanzo la sección de deportes.

jueves, 15 de febrero de 2007

La valentia del escritor

He vivido con la convicción de que el miedo no ha sido más que un obstáculo para lograr el desarrollo total de mis potencialidades. Ser miedosa, en la mayoría de las ocasiones, es sinónimo de frustración.
Recuerdo la primera invitación a dormir en casa de una compañera del colegio, mis ojos mojados, la garganta hundida, el pensamiento vivo: ¿Apagarán la luz? ¿Cerrarán con llave la puerta? Aceptaba por presión social y terminaba en la cama de los papás. La vergüenza me consumía.
En seguida llegaron las salidas al cine, mi obsesiva insistencia sobre el tema de la película, un silencio vacío si la respuesta traía consigo la palabra terror. Una vez en mi casa, con el cuerpo erizado y la furia en los dientes, me odiaba a mi misma por la falta de valentía.
“El miedo paraliza” me dijo un día un profesor de cine de la Universidad cuando yo trataba de explicarle que ver “Naranja Mecánica” por segunda vez, era un esfuerzo superior a mis capacidades. Mi respuesta no pareció afectarle; era obligatorio, dijo el muy desconsiderado. Entonces entré a la sala como si estuviera desnuda, la música clásica, aunada a los golpes de bastón que el protagonista otorgaba con tal brutalidad resonaba en mi cabeza como una sentencia de muerte. Salí exhausta, tal como dijo el profesor: paralizada.

Es cierto que el miedo te impide abrir ciertas puertas, pero no ignoremos que es también este miedo el que nos conduce a otras más reveladoras: en mi caso, la escritura.
El miedo es el impulso creador que me invita a sentarme frente a la computadora. Si escribo, es para dar forma y color a tantos años de asedio. Para pintar de verde los susurros nocturnos, de naranja los nombres impronunciables, de amarillo las persecuciones en el baño.
Al escribir me adueño de mi imaginación perturbada, invento historias en una realidad creíble que provocan una gozosa incertidumbre sobre si la ficción, no podría, en algún momento, convertirse en realidad. ¿Será éste mi temor más concurrente? ¿Existirá otro más aterrador?
Freud llamó a esa sensación “lo siniestro”, cuando lo familiar se vuelve extraño, lo cotidiano inhóspito; cuando lo oculto aparece en un terreno conocido.
En un cuento situado dentro de la realidad común, lo siniestro puede ser llevado a sus máximas consecuencias; “…el poeta puede exaltar y multiplicar lo siniestro mucho más allá de lo que es posible en la vida real, haciendo suceder lo que jamás o raramente acaecería en la realidad”
Es justamente esto lo que provocó mi primer acercamiento a la escritura.
Lo siniestro, esa sensación seductora que nos hace dudar entre la realidad y la ficción, me motivó a buscar una superficie para plasmarlo.
Así que tomé al miedo con las manos y lo embarré bruscamente en el papel, exageré el movimiento para exprimirlo sin misericordia y el resultado fue…una novela.

De no haber padecido la enfermedad del miedo, con su neblina cegadora, grisácea y volátil, con sus castillos derruidos y los pasos sonantes en la oscuridad, quizá no conocería la pasión por escribir.
Ahora las ideas se reproducen en cuestión de segundos, quiebran su cascarón y se introducen a la pantalla como si fuese su ciclo natural.
Tomemos como ejemplo la figura delgada y encorvada del Nosferatu de Murnau, con el rostro blanco casi transparente, los ojos hambrientos enmarcados por cejas oscuras y frondosas, el cráneo desnudo, deforme y suave al mismo tiempo, la nariz monstruosa, las orejas erectas cual señal de advertencia, sus largos dedos, torpes y aterradores…una imagen que, sin dejar de conmocionar mis sentidos, me inspira a escribir.
Así lo reconoció Cortázar al referirse a los cuentos de Poe “…sin Ligeia, sin La caída de Usher, no hubiera tenido esta disposición hacia lo fantástico que me asalta en los momentos más inesperados y que me lanza a escribir como la única manera de cruzar ciertos límites, de instalarme en el territorio de lo otro”


Ser una persona miedosa sin duda me impidió por un largo tiempo cabalgar cual intrépido soldado en busca de innumerables batallas. Me perdí de esas colosales victorias. No obstante, me he transformado en una valiente guerrera dispuesta a defender lo que es mío: un pavor milenario.
Porque valiente no es quien desconoce el miedo, sino quien, presa de él, se atreve a nombrarlo.

sábado, 10 de febrero de 2007

Mi Valentin

Valentín tiene seis meses de edad desde hace más de un año.
Aunque parezca difícil de creer fue una decisión que ambos tomamos en un momento de lucidez; él me miró a los ojos tiernamente y dijo (sin palabras obvio): mami preciosa y querida, ya no quiero crecer más. Y yo, muda de la emoción, le dije (con palabras, obvio), así se hará, desde hoy tendrás siempre seis meses de edad.
Sellamos el pacto con leche materna y lo celebramos con un banquetazo que duró más de una hora. Valentín succionaba con fervor, emocionado con la idea de no crecer, intercalaba los pechos, levantaba las caderas y giraba el torso sin soltar el pezón de sus labios, parecía un experto malabarista. Yo sonreía extasiada.
Los primeros meses fueron sumamente divertidos; las otras mamás me hacían preguntas sobre la edad de Valentín y yo respondía en tono indiferente siempre lo mismo: seis meses. Y entonces comenzaba el juego de halagos que tanto nos deleitaba a los dos.
Pero mira qué grande está, ya lo viste cómo gatea, mi hija tiene ocho meses y todavía no se sienta sola. ¿Qué le das de comer? ¡Sólo pecho!, te envidio, a mí se me fue a los cuarenta días, simplemente…se fue. Tu hijo se ve fuerte, grande y sano, te felicito, eres una madre grandiosa.
De vez en cuando me sentía mal con ellas, se echaban en cara lo que no habían hecho por sus bebés y se lamentaban porque sus hijos eran “normales”, “mediocres”, “sin chiste”, pero..¿qué podía hacer yo?
Más pronto de lo que imaginé llegó el día de su primer cumpleaños “oficial”. Yo me negué rotundamente a realizar cualquier tipo de celebración. Es muy pequeño – argumentaba - le asustan los payasos, no sabe pegarle a la piñata y podría sufrir quemaduras con las velas encendidas del pastel.
Después de mucho insistir, mis padres (abuelos novatos), se dieron por vencidos. Sin embargo, ese día se presentaron en mi casa con regalos en los brazos y un pastel de chocolate hecho en casa sin velitas. Me quitaron a Valentín de los brazos, y una vez alejados del enemigo, comenzaron a invadirlo de frases tan cursis que hasta me dieron ganas de vomitar.
Valentín, quien tenía todo el rostro manchado de lápiz labial, sonreía hipócritamente, conocía sus opciones, (yo misma se las había enseñado en un rato de ocio):
a) Escupir a la cara de los abuelos.
b) Vomitar encima de ellos.
c) Salir huyendo hacia el escondite más lejano.
d) Ninguna de las anteriores.
Se decidió por la opción d. Sus abuelos estaban encantados y Valentín fingía disfrutar de su compañía.
Esa noche dormimos más juntos que nunca, conectados con mi seno en su boca, apuesto que nuestros sueños se encontraron.
Pero después de ese día las cosas comenzaron a cambiar. Dudo que yo me haya equivocado, más bien me pregunto si habrá sido algún ingrediente del pastel de mi madre que envenenó el corazón de Valentín.
Se rebeló, me exigió un cuarto con cama propia en donde dormir, un vaso decorado de plástico para tomar leche de vaca, y me amenazó con romper el pacto si yo no le cumplía sus demandas. Acepté más que nada por desconcierto.
Hasta que un día todo terminó. Salimos a pasear al parque, Valentín conocía las reglas y sabía que debía permanecer en su carreola todo el trayecto. Los bebés de seis meses sencillamente no caminan en público.
Sin embargo se negó rotundamente, se bajó de la carreola en un berrinche escandaloso, gritó, pataleó y hasta me empujó.
- ¡Pato No! (pacto no) – gritaba enojado. Entonces me di cuenta que no valía la pena suplicar. Hice a un lado la carreola, le tomé de la mano y nos fuimos caminando de regreso a casa y sin hablar.
Los días transcurrían mientras un deseo de venganza se apoderaba de mí, me encontraba obsesionada con la idea de castigar a mi único hijo.
De pronto encontré la forma de hacerlo: vislumbré peleas constantes, rivalidad, golpes y mi útero sonrió. ¿O es que existe algo peor que un hermanito?

¿Escribir para niños? ...no gracias

Tomar la decisión de llamarte escritor equivale a infinidad de horas de cuestionamientos sobre si no estarás echando a perder tu vida a costa de unas cuantas letras y signos de puntuación, que así como cobran vida en el papel, al instante desaparecen devoradas por una taza de café derramada o por un charco de lodo en la esquina de tu casa. No obstante, la palabra escritor posee en sí misma una carga intelectual implacable, un eco sonante que concede miradas de aprobación en selectos grupos de personas.
¿Eres escritora? Me preguntó una vez una amiga de mi mamá mientras se oían fanfarrias de fondo, y…¿qué escribes? Novelas para niños, respondí orgullosa. El sonido de las fanfarrias se frenó de improviso, busqué a mi alrededor al trompetista ¿le habrá dado un ataque al corazón?, ¿se encontrará a punto de estornudar?, ¿se estará rascando el dedo meñique del pie izquierdo? Tardé varios segundos en comprender que el asunto era algo más simple, se trataba, sin duda alguna, de mi obtusa mención sobre los niños.
“Qué lindo”, me respondió con una sonrisa mecánica para después rematar: mi hija es arquitecta. Ví al trompetista huir a toda velocidad mientras un volcán hacía erupción en medio de las dos.
¿Por qué será que escribir para niños se considera un acto inferior? ¿Será una cuestión matemática: a mayor edad del lector mayor calidad del escritor? ¿O tendrá que ver con la extensión: a menor estatura del lector menor esfuerzo del escritor? Me hice estas preguntas después de sobrevivir el desplazamiento de lava que culminó mi encuentro con la amiga de mi mamá. En cuanto llegué a la casa me preparé una leche con chocolate caliente y me senté a trabajar en la novela “para niños” que hace poco comencé.
“Escribir para niños es extremadamente difícil” dijo en entrevista Mark Haddon, autor del libro El curioso incidente del perro a la media noche, un libro publicado en dos idénticas versiones con dos distintas portadas, una para adultos y otra para adolescentes, “los libros de niños son tan complejos como los de adultos y por lo mismo deben ser tratados con el mismo respeto”
Sin embargo, existe quien no piensa así, quien pretende que escribir una historia para niños es como jugar a la pelota, tan simple que cualquiera lo puede hacer, o peor…tan educativo que es casi una obligación para las personalidades de moda (pensemos en Madonna)
Lo cierto es que escribir para niños no es una decisión que uno toma con anterioridad, se podría decir que brota naturalmente del interior del escritor cuando éste se sienta ante la hoja en blanco. Es más, proponerse deliberadamente escribir para niños conlleva a una mala literatura. Si se comienza imaginando al niño de fuera la historia probablemente será hueca, el lenguaje soso y los personajes artificiales. No se escribe para los niños ajenos, se escribe para nuestro niño interno.
La mía tiene doce años, y no me refiero a mi hija, sino a la edad de mi niño interno que aparece cada vez que me siento a escribir.
Literalmente me pongo en sus zapatos, siento las hormonas de la adolescencia expandirse por mis axilas, la pereza de estudiar, el terror a la luna llena; escribo ahora lo que no logré sintetizar en palabras veinte años atrás, escribo para mi, por una necesidad propia, sin ninguna intención de moralizar, educar o enseñar.
Escribo para niños porque me sienta bien, y eso me convierte en una escritora, aunque no escuche fanfarrias.

El terror nocturno se mudo de habitacion

Durante veinte años he sido presa del terror nocturno. Cada noche, como un hábito inquebrantable, apago la luz y huyo a velocidad de guepardo a refugiarme en mi santuario. Una vez ahí, bramo en silencio como único consuelo.
De pequeña, intenté en vano colocarle un caparazón para alentar su paso y apurar el mío; opté también por aturdirlo, lanzando cual sepia, chorros de tinta negra en forma de nubes, una cortina de humo nos distanciaba y yo, que debía aprovechar el instante para escapar, me ocupaba en toser. Una noche hasta probé el mimetismo, me vestí con un pijama verde exactamente del mismo color de mis sábanas y me quedé quieta toda la noche, amanecí con los músculos atrofiados y un olor a cilantro impregnado en mi almohada.
Noche tras noche se aparecía hambriento en mi habitación, masticaba mis huesos, exprimía mis articulaciones y destrozaba mis pantuflas.
Jamás logré vencerlo.
Y sin embargo hoy, veinte años después… ha desaparecido.
Ya no huelo sus heces, su aguijón venenoso, no palpo su piel escamosa ni su estrecho hocico, ya no me rozan sus pezuñas debajo de la cobija.
El enemigo se transformó en polvo.
De pronto escucho un grito que proviene del cuarto de mi hijo. Sonrío aliviada. El terror nocturno se mudó de habitación.

Automoribundia

Últimamente me da ha dado por recrear el instante de mi nacimiento como si fuese parte de una película de Tarantino filmada por un capricho del director en blanco y negro: en una sala de operaciones aviejada, gris y opaca se encuentra mi madre rodeada por un grupo de doctores con enormes cuchillos en mano quienes se preparan para extraer la última esperanza varonil de la familia. Sin embargo, después de una intensa batalla, la cruda realidad les hace frente: la cuarta niña ha nacido. Los espectadores huyen de la sala sin esperar el desenlace. Descontentos se dirigen hacia la taquilla para exigir el reembolso de sus boletos.
No niego que unas cuantas personas, entre ellas mi madre y mis hermanas, permanecieran en la sala, como señal de apoyo, hasta que las luces se hubieran encendido.
No fue así el caso de mi padre, quien escapó de la sala como tren bala echando humo por las narices y con un solo deseo en mente: asesinar al director de la película.
Crecí en un mundo de mujeres con una sola inquietud: me había equivocado de género al nacer. Ya era demasiado tarde para hacer algo. Regresar al útero de mamá era imposible, así que preferí esperar el momento adecuado para enmendar mi falla.
Y así fue. Un día las puertas del cine se abrieron nuevamente. Tarantino se hallaba indispuesto, así que papá aceptó dirigir la película. Los espectadores aguardaban ansiosos la proyección de la cinta, aunque con cierta resistencia, pues temían volver a ser defraudados por el final.
No fue así, el desenlace los enloqueció al igual que a papá: en una sala de operaciones completamente azul, rodeada por un grupo de doctores disfrazados de jugadores de fút-bol, di a luz a mi tercer varón.
Así que finalmente, después de treinta años, pagué mi deuda.

lluvia de saltamontes