jueves, 21 de febrero de 2008

martes a las ocho y media

Se decide por una clase de pintura estilo libre. Los ojos de la profesora la interrogan sobre ese cuerpo voluptuoso que ha trazado con carboncillo, la mancha que pretende ser un ramillete de flores, la falta de prudencia al asistir vestida de blanco. Ella justifica lo de la mancha y no se ocupa por resolver las demás interrogantes. No son flores, es una bolsa de celofán. Se pone a tallar con las yemas de sus dedos, percibe cómo se borra la línea divisoria entre la figura y el espacio en blanco, aparece un gris templado, se vuelve evidente el placer que experimenta al borrar, talla los senos con los labios apretados, la curva de la cadera ampliando las fosas nasales, se recarga en la mesa para incrementar la intensidad de la fricción, mueve el brazo entero desde el hombro hasta la delgada muñeca; el cuerpo voluptuoso ha quedado difuso mas la bolsa de celofán continúa intacta. Los ojos de la profesora se posan de nuevo en su dibujo. Lo examinan como si fuese una operación matemática con sólo una posibilidad de acertar el resultado correcto. Aprueban la imagen difusa, no así el negro intenso de lo que les figura ser un ramillete flores. Insisten en la imprudencia de la vestimenta blanca. Salió de casa por la mañana, planeaba regresar antes de la clase de pintura, darse un baño, calentarse un plato de sopa instantánea, cortarse las uñas del pie y ponerse esos pantalones de mezclilla viejos y la playera azul marino con el agujero en la axila, la misma que utiliza cuando se acuerda de cambiar la tierra de las macetas; sin embargo sus planes se vieron estropeados por una llanta ponchada y una lluvia torrencial, que por suerte, no acontecieron al mismo tiempo. Le explicaría esto a la profesora si sus ojos no tuvieran ese color marrón idéntico a las heces del perro de la vecina. Haría movimientos con las manos para exagerar el sonido de los rayos que retumbaban mientras ella se cobijaba indefensa debajo del techo de la carnicería, hasta se taparía las narices para transmitirle lo desagradable del asunto: los zapatos empapados, el cuchillo escarbando la grasa amarillenta de lo que en su momento fue parte del vientre de la vaca, las gotas de sangre en el piso de barro, la fila de mujeres en espera de un kilo de esa porquería, el viento helado. Si el color de sus ojos fuese distinto, quizá ella haría un esfuerzo. No son flores, es una bolsa de celofán. La profesora la invita a probar nuevos tonos, un tallado menos violento en ciertos lugares y en otros intensificar el color, jugar a inventar grises y negros. Pinta unas líneas en la parte superior del cuerpo difuso, simula un cuello redondo con doble papada. Pone las yemas de los dedos y comienza a tallar. Lo hace con movimientos circulares, controlados, limitando la fuerza de su mano, se aburre. Advierte que la profesora camina en dirección al baño y se lanza bruscamente sobre el papel, talla con ambas manos al mismo tiempo, un hilo de saliva se escapa de sus labios y cae en la bolsa de celofán, no hay tiempo para limpiarlo, talla con el antebrazo, el codo, se le antoja meter la cara, deshace la doble papada con su barba, se mancha las mejillas, la frente, arrastra su nariz de una punta a la otra, aplasta el lóbulo de su oreja izquierda, lame el negro intenso del celofán. Oye azotarse una silla plegadiza. Suspende el tallado. Mira de reojo al baño, la puerta continúa cerrada. Se lanza de nuevo con todo, exprime su cara en el papel, empalma los labios en lo que serían las extremidades inferiores, sacude su cabello encima del contorno de los hombros, coge la hoja entre las manos y frota su cuerpo blanco con ella, negras las axilas, negro el vientre, negra la ingle, negros los muslos. Le es difícil determinar las líneas divisorias entre la hoja y su cuerpo. Ve grises y negros, tal como la profesora le aconsejó. Oye pasos que se acercan. Su corazón aún respira agitado. No son flores, es una bolsa de celofán se repite mentalmente mientras siente cómo unos ojos horrorizados se clavan en su ropa manchada. Piensa que si la profesora no puede distinguir la diferencia entre esos dos objetos, sería demasiado esperar que la entendiese. Escucha los reclamos que le huelen a encierro al tiempo que recuerda que se trata de una clase de dibujo libre. Libre. Tolera los insultos, el tono de la voz y lo púrpura de sus pupilas. Tolera porque ya nada puede reprimir la euforia que aún experimenta, la locura de haberse convertido en su propio lienzo, la necesidad de ensuciar sus ropas blancas como si fuese una niña que al salir del colegio se regocija dentro de un charco mugroso que empaña su vestido blanco de encaje. La profesora le ha pedido que se marche y no vuelva más. Señala con su dedo la puerta y no lo baja hasta que ella da el primer paso. Lleva el dibujo en la mano derecha y su bolsa recargada sobre el hombro izquierdo. Antes de salir se detiene en el espejo de cuerpo completo situado a un lado de la puerta. Si no fuera por esa mueca inconfundible de los labios podría mezclarse entre las víctimas de un accidente fatal y pasar por sobreviviente. Mas la mueca la delata. No quedan lesiones en el cuerpo, sólo los restos de adrenalina que aún circulan entre sus huesos. Ha vuelto a llover, cruza la acera y compra una docena de rosas rojas envueltas en papel celofán.