lunes, 26 de septiembre de 2011

Gravity

Un tal Gerardo perdió la vida de manera estúpida. Jugaba fut con su hijo de seis, el balón fue a dar a la azotea, resbaló a causa de una lámina mal colocada y cayó al asfalto emitiendo el mismo sonido que haría un costal de maíz si fuese lanzado desde un noveno piso. Los vecinos declararon que el ruido no les había sorprendido: Gerardo poseía un corazón del tamaño de un toro, ahora imagine a un animalote de esos desplomarse de una azotea…¿se da cuenta?
Mi amiga me dio la noticia por teléfono. Se oía mal, conocía a Gerardo desde la Universidad y no podía hacerse a la idea de su muerte. Se pasó gran parte de la llamada lamentando los esporádicos cafés y las fallidas invitaciones al cine. Yo era incapaz de consolarla, después de uno de mis múltiples silencios le entró una onda filosófica. Hablo en serio, te juro que esta vez voy a cambiar, le diré a Ramón que lo amo todos los días, aunque le apeste el aliento a cabra moribunda…, creemos que la vida está ahí, quietecita, pero no, a la vida hay que agarrarla por los cuernos y…vivirla, eso es, vivirla. Estábamos a punto de colgar cuando oí que lloraba, me quedé pegada al teléfono unos segundos. Es que no dejo de pensar en la maldita ley de gravedad, en la estúpida manzana de Newton, si en lugar de caer se hubiera sostenido en el aire…mi amigo seguiría vivo. Sentí gacho. Había visto a Gerardo en una sola ocasión y parecía un buen tipo. Al fin y al cabo también se llora por los muertos que son amigos de nuestros amigos.
Hablé con ella dos días después. Lo primero que hice fue preguntarle si ya le había dicho a Ramón que lo amaba. Me dijo que no. Que esa mañana estaba encabronada con él porque había dejado la llave de la regadera medio cerrada y caía una gota cada seis segundos. Yo estoy dormida, aún me quedan tres maravillosos minutos de sueño, el idiota deja la llave abierta y cada seis segundos, te juro que los conté, cada seis cae una gota. Me paré histérica a gritarle que se vaya a chingar a su madre, y… claro, no me pude volver a dormir. Traté de calmarla, le recordé eso de agarrar la vida por los cuernos. Eso hago, me dijo, eso intento hacer.
El jueves vamos a cenar al Tíos. Compartimos una ensalada, un pescado a la plancha y dos jarras de Clericot. No hablamos más que de Gerardo, del balón que misteriosamente sigue sin aparecer, de su pobre mujer e hijo. Intento animarla y le expongo un caso hipotético: Gerardo no sube a la azotea a rescatar el balón, lo hace para jalársela enfrente de la hija de la vecina; lleva dos meses con esa nueva rutina, la espera al volver del colegio y mientras ella se quita el uniforme, él se viene sobre su ventana; es un cerdo asqueroso, un pervertido descerebrado que merecía morir. Ordenamos un pay de frutas y lo comemos en silencio. Ella no le quita la mirada a los trozos de manzana. Yo sé lo que piensa, que a pesar del asuntillo ese con la vecina…, la ley de Newton es una chingadera.
Leo en la revista Live Science que la NASA realizó un experimento para vencer la gravedad. A través de un imán superconductor se logró sostener en el aire a un par de ratones. Según declaraciones de Yuanming Liu, físico del Laboratorio de Propulsión en Pasadena, el primer ratón se sintió desorientado y daba patadas al aire; pero a las pocas horas, éstos ya se habían adaptado a su nuevo estado. Cojo el teléfono para darle la noticia a mi amiga, casi puedo ver su cara de felicidad, casi, pero.. antes de marcar el último número cuelgo. No vale la pena. Una cosa es agarrar a la vida por los cuernos y otra desgastarse en falsas ilusiones: la NASA jamás aceptaría hacer el experimento con una manzana.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Café con leche

Entro al café vestida como siempre, los pantalones de mezclilla flojos, mocasines café maple y camiseta blanca; el cabello suelto electrizado, las puntas maltratadas, treinta canas ocultas en el tinte y treinta más dispersas entre el fleco. No se me antoja más que un café americano sin azúcar ni leche, negro o casi negro, amargo, distinto al limón, amargo como la alarma del despertador que suena todas las madrugadas a esa hora con dieciséis minutos.
Se me ocurre que quizá, si consigo un trabajo rutinario, cajera del supermercado, repartidor de periódicos, telefonista… Amelia no coincide conmigo, cree que eso es soñar alto, aspirar demasiado; para ella no hay más que un caballito de vodka o un tarro de Tafil.
Me imagino sentada en cuclillas sobre el tejado de una casa, es un suburbio estilo americano, de esos artificiales, construido para servir como escenario de una película. No sé cómo he llegado ahí, no soy un personaje de la trama, no soy un extra, no formo parte del área de limpieza aunque me gustaría. Desde arriba la calle aparenta ser de corcho, veo un gato que se trepa al camión de la basura y coge con sus dientes un trozo de queso añejo. Las personas no caminan, se quedan de pie por un tiempo indefinido, mueven los brazos de arriba hacia abajo, giran la cabeza, se rascan y tosen, pero no caminan. Vodka o Tafil.
Por la tarde el departamento está exento de polvo, lo han limpiado con eucalipto, cloro y amoniaco, las ventanas deslumbran, son murallas transparentes, gigantes. Mis cristales son distintos, se rompen, hacen ruido, se me clavan en el riñón, en la boca del estómago, en el paladar. Cuando estornudo temo que salgan volando, que caigan sobre el adversario, que le corten la muñeca a la sirvienta o a la señora operada del busto, la del cabello alaciado, las uñas largas pintadas de morado y el anillo de oro, la misma que se levanta todas las mañanas a las seis con dieciseis minutos, la que arroja su ropa sucia al cesto de mimbre, apunta el menú de la comida a la cocinera y vuelve al medio día cuando el cesto de ropa se ha vaciado.
No reconozco mi habitación, las almohadas gruesas, son dos, dos lavabos, una tina de mármol, cuarenta metros cuadrados de sacos, vestidos, pantalones y faldas.
Se reían de mí la otra tarde, les expliqué con un ejemplo idiota lo que me pasa, asciendo por una escalera eléctrica en una tienda departamental atiborrada de bolsas, de pronto la máquina falla, se detiene, dejo la mercancía nueva en los escalones y aguardo a que la electricidad retome su curso, no me percato de que puedo seguir andando a pie, me quedo petrificada como los maniquíes de la vitrina, sólo las pupilas se desplazan a la derecha, a la izquierda, más a la izquierda, dos metros aún más, suben y bajan, me mareo y aguardo, aguardo inmóvil a que la máquina vuelva a funcionar. Vodka o Tafil.
No pienso que algo extraordinario me hará cambiar de parecer, al contrario, será algo nimio, tenue como el sonido de las hojas marchitas en otoño, la última gota que cae cuando la llave de agua se ha cerrado, la mirada incierta del labrador; y ni siquiera, será algo aún más banal, menos poético, un azotón en el pasillo de la farmacia, un manojo de caramelos, una taza de café con leche.
Me acerco al joven de uniforme verde detrás de la caja registradora, me cuesta hablar, sé lo que deseo ordenar, lo llevo en la punta de la lengua, es complicado, las palabras sudan, se exprimen, se vuelven almíbar. Trago saliva y con ella, el jugo de la banalidad. No me queda más remedio que ordenar pura mierda.
- Un café, negro…

sábado, 20 de junio de 2009

El repartidor de leche

PARA ARI, MI PINOT NOIR

Si no encontró, se vale halló o hasta descubrió. No implica una diferencia notable, pero el fallo conlleva su tiempo y dedicación como el cepillar una larga cabellera. En ocasiones elegir la palabra atinada roza lo trascendental, en otras, resulta una pérdida de tiempo, una pendejada y cosas peores; supongamos que se está escribiendo un cuento sobre un repartidor de leche y nos encontramos debatiendo si el personaje acondicionó una caja con envases de leche, la acomodó o más bien la adecuó. Al mismo tiempo la televisión transmite una noticia devastadora, un temblor en Bombay ha dejado un saldo de diez mil muertos. No nos queda más que la vergüenza de sabernos afortunados y la deshonra por esos minutos estrujados no de vida, como demandarían desde la tumba las víctimas, si no malgastados en un debate estúpido y enfermizo entre el acondicionar, adecuar o acomodar.
Por eso no se recomienda encender el televisor mientras se escribe, porque las cosas adquieren una perspectiva distinta, se pisa tierra cuando la intención es la opuesta, echar a volar, arrojarse del último piso y frenarse de tajo antes del golpe, justo cuando el rostro se ha puesto transparente y tiembla como una medusa atrancada en la costa. Y mientras te sostienes en el aire, sacas partido del beneficio de andar volando bajo y escribes sobre esos tres centímetros que te separan de la acera.
Pero existe otra versión, la de quienes sostienen que elegir la palabra adecuada de entre un montón de sinónimos bien vale el esfuerzo y los minutos derrochados, como quien goza de catar un buen vino y sabe apreciar la diferencia entre las uvas. Digamos que sólo el experto notaría la diferencia entre un pinot noir y un merlot, mientras que para el común denominador, el tipo de uva vale madres. Los catadores no miran la televisión, ni hojean el periódico, por lo menos no cuando los aguarda una velada a la luz de la luna y un par de botellas en la alacena.
Necedades, tonterías, estupideces o por el contrario, la exquisitez del lenguaje; un debate abierto a discutir, mientras tanto… decidamos el futuro del repartidor de leche…

martes, 16 de junio de 2009

En busca de un pavo real

Bajo la ventana y le pregunto al señor del auto amarillo por la gandhi de Miguel Ángel de Quevedo. Se toma su tiempo para responder, el semáforo aún tiembla en rojo pero podría ponerse verde en cualquier instante. Me da la impresión que conoce la zona como la palma de su mano y aún así no se anima, es como si la pregunta en sí le hubiera decepcionado; aguarda unos segundos más, dirige una mirada efímera a mi playera a la altura de los senos y suelta la respuesta.
Hace dos meses recibo un mail de una revista, leyeron los cuentos que les mandé, fueron aprobados por el consejo editorial y han decido publicarlos en el próximo número. No conozco a los del consejo, no sé absolutamente nada de ellos, podrían tratarse de una banda de mentecatos con la hormona a flor de piel, en el mejor de los casos se turnaron los cuentos para metérselos al baño mientras se masturbaban con la mano libre. Me pongo feliz.
Tomo a la derecha, atravieso dos cuadras y me topo con un parque, alcanzo a divisar la G de la librería a lo lejos. Creo entender la decepción del señor. Maneja por Insurgentes después de una larga y tediosa jornada laboral, el tráfico está de la mierda, el aire acondicionado no funciona y su camisa azul es un trapo empapado. Una mujer baja la ventana de su auto, las posibilidades se despliegan como la cola de un pavo real, ¿por qué no? ¿acaso la vida no está colmada de encuentros fortuitos?
La emoción me dura todo el día, le cuento a Celia y a mi mamá, le mando un mail a Jesica que vive en España. Me escriben nuevamente de la revista para pedirme unos datos. Me quedo clavada en el Internet toda la mañana en espera de otro mail. No recibo ninguno, ni de la revista, ni de Jesica, tampoco de otra publicación a la que no he mandado mis cuentos.
Y de todos lo colores del abanico escojo el negro, el que se confunde con sus ojos, el que te hace perder el interés y en ocasiones hasta bostezar; por eso la actitud de derrota, por eso se dilata en darme las indicaciones precisas para llegar al sitio; porque le cae el veinte que ese encuentro no tiene nada de fortuito, que no marcará su vida ni le alegrará el resto del día.
La Gandhi está a reventar de libros, hacía más de diez años que no pasaba por ahí y me sorprende. Me compro una botella de agua fría y pregunto por la sección de revistas. No encuentro la que busco, un dependiente me ofrece ayuda, no recuerdo el nombre de la revista, la de la banda de mentecatos, se me ocurre decirle. La hallo en una esquina, detrás de una de motocicletas. La hojeo de pie, leo un párrafo de la nota editorial y echo una mirada a la cafetería, nadie me devuelve la mirada. Leo el nombre de los editores, no me suenan. Busco una mesa, extiendo la revista y recorro hoja por hoja. El mío está en la veintisiete. Ocupa una cuarta parte de la página. Me pongo feliz.
Releo el texto cuatro veces seguidas, descanso sólo para tomar un trago de agua helada y echar una mirada dispersa al lugar, lo hago tan de prisa como puedo, no quiero dar pie a ningún tipo de intercambio gestual, no quiero decepcionarme por no hallarlo.
Me tomo el resto del agua de un jalón, cierro la revista, leo un par de veces el título haciendo esfuerzo por guardarlo en mi mente. Experimento cierta pereza.
Ya nada me retiene en este lugar. Ningún pavo real parece estar acercándose. Pago el ejemplar y salgo de la librería.
Me arrepiento en cuanto piso la calle. Camino de vuelta, extraigo un papel de mi bolsa, garabateo unas cuantas frases, pido al cajero un pedazo de pegamento, pego el papel sobre mi cuento, acomodo la revista justo al centro, haciendo a un lado las demás.
Recorro la privada donde estacioné el auto con una sonrisa demasiado obvia, el corazón me palpita como si hubiera cometido una tremenda travesura.
Me sorprendo al ver una pluma verde con anaranjado tirada en la acera al pie del auto. Es bastante pequeña. Podría ser de uno de los pájaros que revolotean encima de esos árboles.
Enciendo la marcha sin perder la sonrisa. El abanico de posibilidades que ofrece un pájaro no debe menospreciarse.

jueves, 21 de febrero de 2008

martes a las ocho y media

Se decide por una clase de pintura estilo libre. Los ojos de la profesora la interrogan sobre ese cuerpo voluptuoso que ha trazado con carboncillo, la mancha que pretende ser un ramillete de flores, la falta de prudencia al asistir vestida de blanco. Ella justifica lo de la mancha y no se ocupa por resolver las demás interrogantes. No son flores, es una bolsa de celofán. Se pone a tallar con las yemas de sus dedos, percibe cómo se borra la línea divisoria entre la figura y el espacio en blanco, aparece un gris templado, se vuelve evidente el placer que experimenta al borrar, talla los senos con los labios apretados, la curva de la cadera ampliando las fosas nasales, se recarga en la mesa para incrementar la intensidad de la fricción, mueve el brazo entero desde el hombro hasta la delgada muñeca; el cuerpo voluptuoso ha quedado difuso mas la bolsa de celofán continúa intacta. Los ojos de la profesora se posan de nuevo en su dibujo. Lo examinan como si fuese una operación matemática con sólo una posibilidad de acertar el resultado correcto. Aprueban la imagen difusa, no así el negro intenso de lo que les figura ser un ramillete flores. Insisten en la imprudencia de la vestimenta blanca. Salió de casa por la mañana, planeaba regresar antes de la clase de pintura, darse un baño, calentarse un plato de sopa instantánea, cortarse las uñas del pie y ponerse esos pantalones de mezclilla viejos y la playera azul marino con el agujero en la axila, la misma que utiliza cuando se acuerda de cambiar la tierra de las macetas; sin embargo sus planes se vieron estropeados por una llanta ponchada y una lluvia torrencial, que por suerte, no acontecieron al mismo tiempo. Le explicaría esto a la profesora si sus ojos no tuvieran ese color marrón idéntico a las heces del perro de la vecina. Haría movimientos con las manos para exagerar el sonido de los rayos que retumbaban mientras ella se cobijaba indefensa debajo del techo de la carnicería, hasta se taparía las narices para transmitirle lo desagradable del asunto: los zapatos empapados, el cuchillo escarbando la grasa amarillenta de lo que en su momento fue parte del vientre de la vaca, las gotas de sangre en el piso de barro, la fila de mujeres en espera de un kilo de esa porquería, el viento helado. Si el color de sus ojos fuese distinto, quizá ella haría un esfuerzo. No son flores, es una bolsa de celofán. La profesora la invita a probar nuevos tonos, un tallado menos violento en ciertos lugares y en otros intensificar el color, jugar a inventar grises y negros. Pinta unas líneas en la parte superior del cuerpo difuso, simula un cuello redondo con doble papada. Pone las yemas de los dedos y comienza a tallar. Lo hace con movimientos circulares, controlados, limitando la fuerza de su mano, se aburre. Advierte que la profesora camina en dirección al baño y se lanza bruscamente sobre el papel, talla con ambas manos al mismo tiempo, un hilo de saliva se escapa de sus labios y cae en la bolsa de celofán, no hay tiempo para limpiarlo, talla con el antebrazo, el codo, se le antoja meter la cara, deshace la doble papada con su barba, se mancha las mejillas, la frente, arrastra su nariz de una punta a la otra, aplasta el lóbulo de su oreja izquierda, lame el negro intenso del celofán. Oye azotarse una silla plegadiza. Suspende el tallado. Mira de reojo al baño, la puerta continúa cerrada. Se lanza de nuevo con todo, exprime su cara en el papel, empalma los labios en lo que serían las extremidades inferiores, sacude su cabello encima del contorno de los hombros, coge la hoja entre las manos y frota su cuerpo blanco con ella, negras las axilas, negro el vientre, negra la ingle, negros los muslos. Le es difícil determinar las líneas divisorias entre la hoja y su cuerpo. Ve grises y negros, tal como la profesora le aconsejó. Oye pasos que se acercan. Su corazón aún respira agitado. No son flores, es una bolsa de celofán se repite mentalmente mientras siente cómo unos ojos horrorizados se clavan en su ropa manchada. Piensa que si la profesora no puede distinguir la diferencia entre esos dos objetos, sería demasiado esperar que la entendiese. Escucha los reclamos que le huelen a encierro al tiempo que recuerda que se trata de una clase de dibujo libre. Libre. Tolera los insultos, el tono de la voz y lo púrpura de sus pupilas. Tolera porque ya nada puede reprimir la euforia que aún experimenta, la locura de haberse convertido en su propio lienzo, la necesidad de ensuciar sus ropas blancas como si fuese una niña que al salir del colegio se regocija dentro de un charco mugroso que empaña su vestido blanco de encaje. La profesora le ha pedido que se marche y no vuelva más. Señala con su dedo la puerta y no lo baja hasta que ella da el primer paso. Lleva el dibujo en la mano derecha y su bolsa recargada sobre el hombro izquierdo. Antes de salir se detiene en el espejo de cuerpo completo situado a un lado de la puerta. Si no fuera por esa mueca inconfundible de los labios podría mezclarse entre las víctimas de un accidente fatal y pasar por sobreviviente. Mas la mueca la delata. No quedan lesiones en el cuerpo, sólo los restos de adrenalina que aún circulan entre sus huesos. Ha vuelto a llover, cruza la acera y compra una docena de rosas rojas envueltas en papel celofán.

jueves, 1 de noviembre de 2007

PRIMERA LECCION

El profesor preguntó quién tenía perro en casa, más de la mitad del salón levantó la mano. Bien, dijo con una mueca torcida, una especie de sonrisa fallida, el labio inferior se ensanchó extendiéndose hacia delante, alcancé a mirar la punta de su lengua, pálida como una rebanada de pavo, imaginé esas patas enormes que cuelgan en las carnicerías, justo encima de la vitrina que finge ser un refrigerador, sentí nauseas. Esa pregunta nos dice mucho del individuo, prosiguió, si tiene perro es una buena persona, si no, no lo es. La clase rió. Yo no.

Veinte años atrás estoy sentada en el comedor de la casa de campo de mis papás. Mi plato es un abanico de colores, huevo revuelto en salsa roja, queso panela asado, un trozo de la parte más quemada, nopales con rajas, betabel en cuadros pequeños, dos rebanas de aguacate y frijoles negros refritos. A mi lado está Naomi, una amiga del colegio, no recuerdo haberla invitado, pero si se halla sentada a mi lado es probable que mi memoria se equivoque. Mamá devora el desayuno, mastica apresurada los grandes bocados como si quisiera alcanzar la meta lo antes posible: saciar el hambre; papá lo hace más despacio, toma una tortilla, corta un pedazo, lo acomoda entre los dedos y pesca una pizca del mosaico, se lo mete a la boca; el tenedor permanece limpio hasta el final. Naomi sigue a mi lado, pero no la miro, no le pregunto si le ha gustado, si le parecen picosos los nopales con rajas, si quiere que mamá le sirva más huevo. Termino mi desayuno, en mi plato queda jugo violeta, huellas del betabel. Llevo mi plato a la cocina y aviso a mamá que iré a jugar al jardín. Salgo corriendo. A mitad del camino me detengo para mirar atrás, veo a Naomi sentada en la mesa de la terraza. Por un instante presiento que he actuado mal, que debí haberla invitado a jugar, es mi amiga. Pero el instante se esfuma y sigo adelante, la abandono, me pierdo. No miro más atrás, corro con los brazos extendidos hasta la cancha de fútbol, me siento libre, poderosa.

Olvidé levantar la mano. Me encontraba distraída detectando minúsculas imperfecciones en la figura del profesor: su aliento caldoso como un consomé de pollo; los excesos de grasa acumulados en la nariz que sumados a la luz artificial del salón le otorgaban un brillo asqueroso; un extraño parpadeo, arrítmico, el de la izquierda caía una milésima de segundo antes que el párpado derecho, una diferencia mínima, casi imperceptible, pero desde la primera fila resultaba imposible no notarlo. Y después de una hora, me palpitaba la frente, un dolor de cabeza se avecinaba mas no podía dejar de observarlo, se había vuelto una obsesión. Izquierdo, derecho, izquierdo, derecho. Intenté zafarme, mirar más abajo, me topé con la punta de su lengua y se atravesó la imagen de la carnicería. No levanté la mano, todos en clase creen que no tengo perro y que por ende, según los criterios establecidos, no soy buena persona.

Diez años atrás estoy caminando de la mano de Aldo, el cielo está gris, dentro de poco comenzará a llover, traigo pantalones de mezclilla ajustados y una camisa de botones blanca, la tengo por fuera, arrugada, miro las rayas de la acera, trato de no tocarlas, de vez en cuando me veo forzada a saltar. Nos detenemos en el semáforo, Aldo me sujeta la nuca, acerca sus labios a los míos, apenas los roza cuando yo lo empujo hacia atrás. Hueles feo, le recrimino. Saca un chicle de menta de la bolsa trasera de su pantalón, lo mastica exagerando los movimientos sin despegar su mirada de la mía, vuelve a acercarse, besa mis labios y los obliga a despegarse, yo me resisto, lo intenta una vez más y obtiene el mismo resultado. ¿Qué te sucede?, pregunta alterado. Miro sus pupilas opacas, los hoyuelos acumulados en la barba, la masa de piel aguada que sobresale a la altura de la cintura, le aprieta el pantalón, no puede ocultarlo. Es gracioso, pero también podría no serlo. Le digo que está gordo y noto cómo se enfurece. Me invade un extraño placer. Cobro más fuerza, le digo que me da asco, todo tú me das asco, le digo casi gritando. La gente que pasa a mi lado me mira y sin embargo no parece importarme. Aldo retuerce los labios, los ojos se le han humedecido y su piel se ha pintado de marrón, parece un piel roja. Yo no paro, soy una máquina de ofensas, una tras otra, obeso, sucio, pestilente, el corazón me palpita cada vez con mayor intensidad, me falta el aliento, me detengo. Aldo se aleja, balbucea algo pero no alcanzo a escucharlo, mi respiración hace ruido, mucho ruido. Me quedo parada en la esquina, a un lado del semáforo. Exhausta. Siento cómo la lluvia comienza a caer. Y aún así logro sonreír.

El aroma a consomé caldeado continua, me cuesta trabajo mantener el cuerpo de frente, lo encojo hacia un lado, no me importa mirar un pizarrón chueco. Igual no hay nada escrito en él. El profesor no se ha movido de su asiento, tampoco ha hecho otra pregunta, el eco de la primera aún retumba en mis oídos como campanadas de una iglesia.

Un año atrás escucho llorar a Daniel, son las tres de la mañana, apenas puedo levantarme, apoyo la espalda en el respaldo de la cama, las piernas se niegan a pisar suelo, bostezo, mis ojos se clavan en la pared blanca de enfrente que de noche se pinta de negro, es un misterio, imagino a Daniel haciéndolo con sus manos sucias, agarrando el carbón, manchando la pared, sus mejillas, el pantalón, la cocina, la casa es negra, toda negra. Muerdo mi labio, presiento que el llanto ha disminuido de tono, se me ocurre que si dejo pasar diez minutos más podría desaparecer por completo, recuesto nuevamente la cabeza sobre la almohada y comienzo a contar los segundos, uno, tres, veinte, cincuenta, pierdo la cuenta y vuelvo al inicio, uno, dos, tres, cuatro, cierro los ojos. Me tapo la cabeza con la almohada y dejo de contar.

Pienso que no volveré a sentarme en primera fila, las cosas aparentan ser más grandes. Las preguntas no se deslizan, poseen una intensidad especial, evocan recuerdos. Miro a mi alrededor. Mis compañeros me observan, no sé cómo pero se han dado cuenta. Saben del mosaico de colores y la camisa arrugada, saben de los ojos húmedos de Naomi y las gotas de lluvia deslizándose sobre las mejillas moradas de Aldo; saben que sólo sé contar hasta cincuenta. Y hay más, saben algo que desconozco, sospecho que si clavo la mirada en sus pupilas podría descubrirlo, no, debo hurgar más adentro, rasgar con mis dedos sus córneas, eso es. No puedo hacerlo, un hueco en el estómago me obliga a retraerme y vuelvo a cerrar los ojos.

Dos días atrás…

sábado, 23 de junio de 2007

Paciente

Sala de espera del dentista. Cierro los ojos. Parados detrás de la puerta, su espalda recargada en ella, yo de frente a él, deja olerte, susurra, levanta mi brazo y arrastra su nariz por él hasta detenerse en la axila, me pasa lo que a ti, el fin de semana me encuentro bien, pero te veo y me vuelvo loco…
Señora Fernández. Abro los ojos. Puede pasar.
No soy Sra. Fernández. Cierro los ojos. De nuevo detrás de la puerta, yo de frente a él, deja olerte, susurra, levanta mi brazo y arrastra su nariz que se detiene en la axila, me pasa lo que a ti, el fin de semana me encuentro bien, pero te veo y me vuelvo loco, ven, acércate más, esos labios tuyos me matan, quiero hacerte el amor…
Señora Martínez. Abro los ojos. Pase por favor.
No soy Sra. Martínez. Cierro los ojos. Puerta, deja olerte, mi axila, me vuelvo loco, ven, esos labios, quiero hacerte el amor, ¿vamos enfrente?, al hotel, te deseo, no aguanto más, bésame, sí, quítate la playera, la puerta está con llave, ¿te da vergüenza?, tus senos son hermosos, deja sentirlos…
Señora González. Abro los ojos. Adelante.
No soy Sra. González. Cierro ojos. Puerta, deja oler, axila, labios, hacerte el amor, hotel, no, bésame, quítatela, tus senos son hermosos, deja sentirlos, mira cómo me tienes, siente, dame tu mano, ven, acerca tu oído, te quiero decir algo, en el oído, sí, te amo, preciosa, te amo…
Señora Beltrán. Aprieto los dientes. No abro los ojos. Señora Beltrán. Me vale. Que se espere. No abro los ojos. Señora Beltrán ¡Qué insistencia! Ahora no. Señora Beltrán. Me rindo. Desenredo mis piernas, finjo un bostezo y abro los ojos. Disculpe Señora Beltrán, el doctor está un poco atrasado, se ha presentado una emergencia y no sabe cuánto tiempo más tardará, ¿Le gustaría regresar la próxima semana o continúa esperando…?
Cierro ojos. Mis labios se estiran involuntariamente. No puedo verlos pero podría jurar que se trata de una sonrisa.