jueves, 1 de noviembre de 2007

PRIMERA LECCION

El profesor preguntó quién tenía perro en casa, más de la mitad del salón levantó la mano. Bien, dijo con una mueca torcida, una especie de sonrisa fallida, el labio inferior se ensanchó extendiéndose hacia delante, alcancé a mirar la punta de su lengua, pálida como una rebanada de pavo, imaginé esas patas enormes que cuelgan en las carnicerías, justo encima de la vitrina que finge ser un refrigerador, sentí nauseas. Esa pregunta nos dice mucho del individuo, prosiguió, si tiene perro es una buena persona, si no, no lo es. La clase rió. Yo no.

Veinte años atrás estoy sentada en el comedor de la casa de campo de mis papás. Mi plato es un abanico de colores, huevo revuelto en salsa roja, queso panela asado, un trozo de la parte más quemada, nopales con rajas, betabel en cuadros pequeños, dos rebanas de aguacate y frijoles negros refritos. A mi lado está Naomi, una amiga del colegio, no recuerdo haberla invitado, pero si se halla sentada a mi lado es probable que mi memoria se equivoque. Mamá devora el desayuno, mastica apresurada los grandes bocados como si quisiera alcanzar la meta lo antes posible: saciar el hambre; papá lo hace más despacio, toma una tortilla, corta un pedazo, lo acomoda entre los dedos y pesca una pizca del mosaico, se lo mete a la boca; el tenedor permanece limpio hasta el final. Naomi sigue a mi lado, pero no la miro, no le pregunto si le ha gustado, si le parecen picosos los nopales con rajas, si quiere que mamá le sirva más huevo. Termino mi desayuno, en mi plato queda jugo violeta, huellas del betabel. Llevo mi plato a la cocina y aviso a mamá que iré a jugar al jardín. Salgo corriendo. A mitad del camino me detengo para mirar atrás, veo a Naomi sentada en la mesa de la terraza. Por un instante presiento que he actuado mal, que debí haberla invitado a jugar, es mi amiga. Pero el instante se esfuma y sigo adelante, la abandono, me pierdo. No miro más atrás, corro con los brazos extendidos hasta la cancha de fútbol, me siento libre, poderosa.

Olvidé levantar la mano. Me encontraba distraída detectando minúsculas imperfecciones en la figura del profesor: su aliento caldoso como un consomé de pollo; los excesos de grasa acumulados en la nariz que sumados a la luz artificial del salón le otorgaban un brillo asqueroso; un extraño parpadeo, arrítmico, el de la izquierda caía una milésima de segundo antes que el párpado derecho, una diferencia mínima, casi imperceptible, pero desde la primera fila resultaba imposible no notarlo. Y después de una hora, me palpitaba la frente, un dolor de cabeza se avecinaba mas no podía dejar de observarlo, se había vuelto una obsesión. Izquierdo, derecho, izquierdo, derecho. Intenté zafarme, mirar más abajo, me topé con la punta de su lengua y se atravesó la imagen de la carnicería. No levanté la mano, todos en clase creen que no tengo perro y que por ende, según los criterios establecidos, no soy buena persona.

Diez años atrás estoy caminando de la mano de Aldo, el cielo está gris, dentro de poco comenzará a llover, traigo pantalones de mezclilla ajustados y una camisa de botones blanca, la tengo por fuera, arrugada, miro las rayas de la acera, trato de no tocarlas, de vez en cuando me veo forzada a saltar. Nos detenemos en el semáforo, Aldo me sujeta la nuca, acerca sus labios a los míos, apenas los roza cuando yo lo empujo hacia atrás. Hueles feo, le recrimino. Saca un chicle de menta de la bolsa trasera de su pantalón, lo mastica exagerando los movimientos sin despegar su mirada de la mía, vuelve a acercarse, besa mis labios y los obliga a despegarse, yo me resisto, lo intenta una vez más y obtiene el mismo resultado. ¿Qué te sucede?, pregunta alterado. Miro sus pupilas opacas, los hoyuelos acumulados en la barba, la masa de piel aguada que sobresale a la altura de la cintura, le aprieta el pantalón, no puede ocultarlo. Es gracioso, pero también podría no serlo. Le digo que está gordo y noto cómo se enfurece. Me invade un extraño placer. Cobro más fuerza, le digo que me da asco, todo tú me das asco, le digo casi gritando. La gente que pasa a mi lado me mira y sin embargo no parece importarme. Aldo retuerce los labios, los ojos se le han humedecido y su piel se ha pintado de marrón, parece un piel roja. Yo no paro, soy una máquina de ofensas, una tras otra, obeso, sucio, pestilente, el corazón me palpita cada vez con mayor intensidad, me falta el aliento, me detengo. Aldo se aleja, balbucea algo pero no alcanzo a escucharlo, mi respiración hace ruido, mucho ruido. Me quedo parada en la esquina, a un lado del semáforo. Exhausta. Siento cómo la lluvia comienza a caer. Y aún así logro sonreír.

El aroma a consomé caldeado continua, me cuesta trabajo mantener el cuerpo de frente, lo encojo hacia un lado, no me importa mirar un pizarrón chueco. Igual no hay nada escrito en él. El profesor no se ha movido de su asiento, tampoco ha hecho otra pregunta, el eco de la primera aún retumba en mis oídos como campanadas de una iglesia.

Un año atrás escucho llorar a Daniel, son las tres de la mañana, apenas puedo levantarme, apoyo la espalda en el respaldo de la cama, las piernas se niegan a pisar suelo, bostezo, mis ojos se clavan en la pared blanca de enfrente que de noche se pinta de negro, es un misterio, imagino a Daniel haciéndolo con sus manos sucias, agarrando el carbón, manchando la pared, sus mejillas, el pantalón, la cocina, la casa es negra, toda negra. Muerdo mi labio, presiento que el llanto ha disminuido de tono, se me ocurre que si dejo pasar diez minutos más podría desaparecer por completo, recuesto nuevamente la cabeza sobre la almohada y comienzo a contar los segundos, uno, tres, veinte, cincuenta, pierdo la cuenta y vuelvo al inicio, uno, dos, tres, cuatro, cierro los ojos. Me tapo la cabeza con la almohada y dejo de contar.

Pienso que no volveré a sentarme en primera fila, las cosas aparentan ser más grandes. Las preguntas no se deslizan, poseen una intensidad especial, evocan recuerdos. Miro a mi alrededor. Mis compañeros me observan, no sé cómo pero se han dado cuenta. Saben del mosaico de colores y la camisa arrugada, saben de los ojos húmedos de Naomi y las gotas de lluvia deslizándose sobre las mejillas moradas de Aldo; saben que sólo sé contar hasta cincuenta. Y hay más, saben algo que desconozco, sospecho que si clavo la mirada en sus pupilas podría descubrirlo, no, debo hurgar más adentro, rasgar con mis dedos sus córneas, eso es. No puedo hacerlo, un hueco en el estómago me obliga a retraerme y vuelvo a cerrar los ojos.

Dos días atrás…