martes, 22 de mayo de 2007

Calentamiento global

La meditación es a las siete, dijo la recepcionista del hotel después de entregarme la llave de mi habitación junto con un mapa del lugar. Miré mi reloj, faltaban aún 35 minutos, tiempo suficiente para desempacar, recostarme sobre la cama y leer un capítulo de Auster.
El viaje había sido idea de Eduardo, un par de días sola en un lugar tranquilo, alejada de la rutina. Regresarás como nueva. Yo acepté con una sonrisa falsa, más bien escéptica, me parecía que dos días en Cuernavaca no bastarían para aligerar el peso que sobre mis hombros se había acumulado durante los últimos meses, no obstante, la oferta pertenecía a esa clase de oportunidades no susceptibles de ser rechazadas bajo ninguna circunstancia.
Al cinco para las siete me encontraba de frente al oratorio vestida de blanco, sandalias y el pelo recogido en una cola de caballo. Era la primera vez que asistía a una sesión de meditación y sin embargo, no logré identificar un sólo síntoma que denotara nerviosismo; era como si la meditación fuese parte integral de mi vida cotidiana, o como si el simple hecho de estar sola en un lugar lejano hiciera posible que hasta el objeto más extraño se volviera familiar.
Un tapete de mecate a la entrada me hizo suponer que debía dejar los zapatos ahí. Lo hice y caminé descalza hacia el interior. Dos hileras de taburetes de madera clavados en el piso rodeaban el jardín Zen. En la esquina, una montaña de cojines morados. Tomé uno, me senté encima y aguardé con las piernas estiradas la llegada del maestro. Escuché el pitar de un grillo, el motor de un avión, sentí un cosquilleo en la nariz y me sacudí con la mano. En eso, un hombre de cuarenta y tantos se detuvo frente a mí. Lo recorrí con una mirada desconcertada: sandalias de plástico, pantalones ajustados de mezclilla, playera negra sin mangas con una calavera plateada al centro, brazos musculosos, barba partida, labios gruesos, una diminuta argolla dorada en un orificio de la nariz, ojos verdes, calvo. Digamos que esto último fue la única señal que me hizo suponer que se trataba del maestro. ¿Tu nombre es?, preguntó con una voz ronca, tersa como la arena. Se erizó mi piel. Blanco, respondí en un estado similar a la hipnosis. ¿Blanco?, repitió confundido. Me sentía perdida; demasiado tarde para remendar mi error. Blanca, quise decir Blanca, dije con la voz temblorosa. ¿Has meditado alguna vez?, no, nunca. De acuerdo, comencemos, dijo mientras se acomodaba en un taburete a mi derecha, para meditar no es necesario ninguna postura especial, la idea es estar relajado y tratar de mantener los ojos abiertos, eso es importante. Sonrisa franca, quizá demasiado descarada, sinceramente lo que menos deseaba en estos momentos era cerrar los ojos. El hombre es un ente espiritual, dijo con la mirada clavada en mi pecho. Una ola de calor invadió mis axilas. Tu espiritualidad proviene de siglos atrás, del principio de las religiones, dios es puro amor, yo asentí con un movimiento de cabeza antes de partir junto con él a un lugar remoto: el estacionamiento, nos metimos dentro de su auto, un Civic azul plata, clavó la mirada en mis pupilas con las manos deteniendo mis mejillas, acercó sus labios a los míos, aspiré su aliento agrio y noté que mi deseo aumentaba, rozó mis labios con los suyos, lamió la punta de mi nariz, me besó los párpados, la frente, lamió mi cuello de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo, metódicamente, como si hubiera una línea imaginaria que desembocara en mi boca húmeda y hambrienta. El hombre posee tres atributos, regresamos al oratorio, la sabiduría, la voluntad y el amor, las tres lo conforman en un ser íntegro, libre y honesto. Me desabrochó la camisa, sus dedos largos liberaban cada botón con suma delicadeza, como si fuese un arte al que debía entregarse con precisión, me acarició los pechos sobre el brassiere, acercó su rostro, aspiró mi sudor encerrado entre los senos y me lamió los pezones. Eres un ente espiritual, repitió de camino al oratorio, ¿Espiritual?, difícil de considerar en momentos como éste, tu cuerpo no te pertenece, lo has tomado prestado para perfeccionar tu alma, ¿será que el mío lo tomé del departamento clandestino de prostitutas adictivas? (DCPA), sólo así me explico la calentura. Se había desabrochado el pantalón, tomó mi mano y la colocó sobre su pene terso y erecto, lo acaricié, obediente, mientras sentía que mis calzones se mojaban cada vez más, me trepé encima de él abrazándolo con mis piernas, presionando con la cadera. ¿Por qué sufre la tierra?, preguntó de vuelta al oratorio, el agua escasea, los bosques se ven amenazados por incendios imprudentes, se contaminan los océanos. ¿En qué momento se transformó esto en una clase de ecología? No lograba hilar las ideas, me preguntaba qué relación existía entre la voluntad del hombre, su estado espiritual, mis pezones erectos y los incendios forestales? No hallaba respuesta. El desconcierto me impedía volver al auto, mi mente se había empeñado en descifrar el enigma como si fuese un imperativo, una cuestión de vida o muerte. Me volví a interrogar sobre una supuesta conexión entre la escasez del agua, el amor como atributo humano y la sudoración excesiva dentro de mi ropa interior. Aturdida, decidí enfocar mi mente en la meditación, hice a un lado los cuestionamientos, el Civic azul plateado y me dispuse a escuchar sin hallar un sentido en especial, por el simple placer de oír su voz de mantequilla. La respuesta salió de sus labios abruptamente mientras hablaba de la primavera, los cambios climáticos, la sequedad de los lagos: el calentamiento global. Lo repitió elevando el tono de voz: calentamiento global, una vez más en un tono bajo, casi como un murmullo : calentamiento global. Entonces comprendí, aliviada, mi estado carnal, las altas temperaturas de mis huesos, la exacerbada imaginación. Miré mi reloj, faltaban tres minutos para terminar la sesión, huimos al auto e hicimos el amor en el asiento trasero.
¿Cómo te sientes?, preguntó mientras salíamos del oratorio. Bien, muy relajada, respondí, alisándome el pelo con la mano. Si gustas, mañana habrá otra a la misma hora. ¿Otra? ¿Por qué no? Quizá Eduardo no estaba tan equivocado, dos encuentros en el Civic y sin duda regreso como nueva a mi matrimonio. Seguro, aquí nos veremos mañana, gracias.

jueves, 3 de mayo de 2007

Entrenamiento

¿Eres feliz?, me preguntó mi vecino por la mañana al encontrarme corriendo en la calle. Fue una pregunta, aunque lo dijo de tal manera que parecía una afirmación: eres feliz, dijo y se frotó las manos.
Yo llevaba una hora con dos minutos y 47 segundos corriendo, se lo dije en cuanto me interrogó, él hizo una mueca de sorpresa y comenzó a sacudir su mano como si quisiera espantar una mosca, aunque no había moscas, era sólo una forma de manifestar su asombro, y entonces pasó un auto rojo e inmediatamente después lo dijo: eres feliz. Digo lo del auto porque recuerdo que al verlo pensé que yo nunca podría andar en un auto rojo, como que se requiere cierta personalidad extrovertida para manejar por la ciudad en ese color, y yo no era de esas, definitivamente, entonces pensé que quizá la gente que se compra un auto rojo es menos complicada y por ende más feliz que las que los tenemos de colores pasteles, y en eso pensaba cuando mi vecino dijo: eres feliz.
Yo sonreí y asentí con la cabeza, ¿qué otra cosa podría haber hecho? Si para él la felicidad es tan burda que se consigue después de correr diez kilómetros, sería inútil ponerme a discutir. Nos despedimos. Llegué a mi casa y me senté a escribir. ¿Eres feliz?... teclee automáticamente, y entonces con una mueca desaprobatoria me pareció que ya lo había leído antes, que esa frase tan gastada era el inicio de miles de millones de ensayos publicados en periódicos y revistas, sin embargo, a mí me había sucedido realmente, no era una simple pregunta fabricada para entrar de lleno al tema de la felicidad. Es cierto que me suceden con frecuencia este tipo de cosas, de pronto entro a una peluquería, veo a una niña con trenzas sentada de frente al espejo, su mamá se acerca con tijeras en mano, se las corta de tajo y al instante me viene a la cabeza la idea de un cuento. Eso mismo debe sucederle a los pintores, se topan con el pico de un colibrí atorado en un cactus y lo primero que se les ocurre es… ¿salvarlo? Por supuesto que no, piensan en traer un lienzo y retratarlo. Me sucede lo mismo con la escritura. El otro día Ernesto me dijo que se iría de la casa si yo volvía a faltar a la cita con el terapeuta de pareja. La amenaza no surtió el efecto que él hubiera deseado, pero la anécdota ronda aún en mi cabeza como si fuese un zopilote hambriento y yo un cuerpo putrefacto. En eso pensé en cuanto mi vecino se perdió por el túnel de la izquierda, ¿debí confesarle que llevaba dos años en terapia de pareja, que desde la fiesta de aniversario de mis papás, de eso hace once meses, no habíamos hecho el amor, que últimamente me pasaba las tardes llorando recargada sobre la ventana de mi cuarto mirando el jardín, que un día manejé durante cinco horas seguidas por el periférico con mi ipod en los oídos a todo volumen y los ojos rojos, tan rojos como el color de ese auto feliz que pasó entre nosotros?
- ¡Uy! es que…no sabía…no, no era mi intención…este… - me hubiera respondido seguido por una de esas miradas indescifrables, mezcla de compasión con a-mi-qué-carajos-me-importa. Después de todo es sólo mi vecino. Me hubiera dicho adiós con una sonrisa incómoda, yo me habría sentido una estúpida y definitivamente no estaría ahora aquí escribiendo. Son las nueve, miro el cielo negro que otras noches empaña el hueco entre mi garganta y la boca del estómago y no siento nada, las estrellas parecen más luminosas, This is the last time no moja mis ojos, huelo a pastel de chocolate recién horneado, releo lo que he escrito hasta ahora, pienso en mi vecino y me replanteo la pregunta …¿en este instante, sólo en este instante, eres feliz?
Me temo que sí.