sábado, 20 de junio de 2009

El repartidor de leche

PARA ARI, MI PINOT NOIR

Si no encontró, se vale halló o hasta descubrió. No implica una diferencia notable, pero el fallo conlleva su tiempo y dedicación como el cepillar una larga cabellera. En ocasiones elegir la palabra atinada roza lo trascendental, en otras, resulta una pérdida de tiempo, una pendejada y cosas peores; supongamos que se está escribiendo un cuento sobre un repartidor de leche y nos encontramos debatiendo si el personaje acondicionó una caja con envases de leche, la acomodó o más bien la adecuó. Al mismo tiempo la televisión transmite una noticia devastadora, un temblor en Bombay ha dejado un saldo de diez mil muertos. No nos queda más que la vergüenza de sabernos afortunados y la deshonra por esos minutos estrujados no de vida, como demandarían desde la tumba las víctimas, si no malgastados en un debate estúpido y enfermizo entre el acondicionar, adecuar o acomodar.
Por eso no se recomienda encender el televisor mientras se escribe, porque las cosas adquieren una perspectiva distinta, se pisa tierra cuando la intención es la opuesta, echar a volar, arrojarse del último piso y frenarse de tajo antes del golpe, justo cuando el rostro se ha puesto transparente y tiembla como una medusa atrancada en la costa. Y mientras te sostienes en el aire, sacas partido del beneficio de andar volando bajo y escribes sobre esos tres centímetros que te separan de la acera.
Pero existe otra versión, la de quienes sostienen que elegir la palabra adecuada de entre un montón de sinónimos bien vale el esfuerzo y los minutos derrochados, como quien goza de catar un buen vino y sabe apreciar la diferencia entre las uvas. Digamos que sólo el experto notaría la diferencia entre un pinot noir y un merlot, mientras que para el común denominador, el tipo de uva vale madres. Los catadores no miran la televisión, ni hojean el periódico, por lo menos no cuando los aguarda una velada a la luz de la luna y un par de botellas en la alacena.
Necedades, tonterías, estupideces o por el contrario, la exquisitez del lenguaje; un debate abierto a discutir, mientras tanto… decidamos el futuro del repartidor de leche…

martes, 16 de junio de 2009

En busca de un pavo real

Bajo la ventana y le pregunto al señor del auto amarillo por la gandhi de Miguel Ángel de Quevedo. Se toma su tiempo para responder, el semáforo aún tiembla en rojo pero podría ponerse verde en cualquier instante. Me da la impresión que conoce la zona como la palma de su mano y aún así no se anima, es como si la pregunta en sí le hubiera decepcionado; aguarda unos segundos más, dirige una mirada efímera a mi playera a la altura de los senos y suelta la respuesta.
Hace dos meses recibo un mail de una revista, leyeron los cuentos que les mandé, fueron aprobados por el consejo editorial y han decido publicarlos en el próximo número. No conozco a los del consejo, no sé absolutamente nada de ellos, podrían tratarse de una banda de mentecatos con la hormona a flor de piel, en el mejor de los casos se turnaron los cuentos para metérselos al baño mientras se masturbaban con la mano libre. Me pongo feliz.
Tomo a la derecha, atravieso dos cuadras y me topo con un parque, alcanzo a divisar la G de la librería a lo lejos. Creo entender la decepción del señor. Maneja por Insurgentes después de una larga y tediosa jornada laboral, el tráfico está de la mierda, el aire acondicionado no funciona y su camisa azul es un trapo empapado. Una mujer baja la ventana de su auto, las posibilidades se despliegan como la cola de un pavo real, ¿por qué no? ¿acaso la vida no está colmada de encuentros fortuitos?
La emoción me dura todo el día, le cuento a Celia y a mi mamá, le mando un mail a Jesica que vive en España. Me escriben nuevamente de la revista para pedirme unos datos. Me quedo clavada en el Internet toda la mañana en espera de otro mail. No recibo ninguno, ni de la revista, ni de Jesica, tampoco de otra publicación a la que no he mandado mis cuentos.
Y de todos lo colores del abanico escojo el negro, el que se confunde con sus ojos, el que te hace perder el interés y en ocasiones hasta bostezar; por eso la actitud de derrota, por eso se dilata en darme las indicaciones precisas para llegar al sitio; porque le cae el veinte que ese encuentro no tiene nada de fortuito, que no marcará su vida ni le alegrará el resto del día.
La Gandhi está a reventar de libros, hacía más de diez años que no pasaba por ahí y me sorprende. Me compro una botella de agua fría y pregunto por la sección de revistas. No encuentro la que busco, un dependiente me ofrece ayuda, no recuerdo el nombre de la revista, la de la banda de mentecatos, se me ocurre decirle. La hallo en una esquina, detrás de una de motocicletas. La hojeo de pie, leo un párrafo de la nota editorial y echo una mirada a la cafetería, nadie me devuelve la mirada. Leo el nombre de los editores, no me suenan. Busco una mesa, extiendo la revista y recorro hoja por hoja. El mío está en la veintisiete. Ocupa una cuarta parte de la página. Me pongo feliz.
Releo el texto cuatro veces seguidas, descanso sólo para tomar un trago de agua helada y echar una mirada dispersa al lugar, lo hago tan de prisa como puedo, no quiero dar pie a ningún tipo de intercambio gestual, no quiero decepcionarme por no hallarlo.
Me tomo el resto del agua de un jalón, cierro la revista, leo un par de veces el título haciendo esfuerzo por guardarlo en mi mente. Experimento cierta pereza.
Ya nada me retiene en este lugar. Ningún pavo real parece estar acercándose. Pago el ejemplar y salgo de la librería.
Me arrepiento en cuanto piso la calle. Camino de vuelta, extraigo un papel de mi bolsa, garabateo unas cuantas frases, pido al cajero un pedazo de pegamento, pego el papel sobre mi cuento, acomodo la revista justo al centro, haciendo a un lado las demás.
Recorro la privada donde estacioné el auto con una sonrisa demasiado obvia, el corazón me palpita como si hubiera cometido una tremenda travesura.
Me sorprendo al ver una pluma verde con anaranjado tirada en la acera al pie del auto. Es bastante pequeña. Podría ser de uno de los pájaros que revolotean encima de esos árboles.
Enciendo la marcha sin perder la sonrisa. El abanico de posibilidades que ofrece un pájaro no debe menospreciarse.